2 May 2017 / por Orliana
Rafael Echeverría, Ph.D.
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente Honorario de la FICOP
2017
Hasta ahora, hemos examinado cómo las principales contribuciones filosóficas que se desarrollaron durante el último siglo y medio y que han contribuido a la conformación del discurso de la ontología del lenguaje y, por su intermedio, al nacimiento de la disciplina del coaching ontológico. Si miramos a los textos anteriores, nos atrevemos a decir que éstas son las contribuciones filosóficas más importantes de los últimos tiempos.
Pero ambos, tanto el discurso como la disciplina, no sólo se apoyan en desarrollos producidos desde la filosofía, lo hacen también recogiendo algunas contribuciones importantes que provienen desde el campo de las ciencias. Dentro de ellas – pues son muchas – nos interesa destacar dos: los aportes provenientes desde las ciencias biológicas y aquellos que remiten al desarrollo del enfoque sistémico.
Atrás han quedado los tiempos en los que la filosofía podía desarrollarse con relativa autonomía, prescindiendo de lo que acontecía en otros campos del conocimiento.
Desde hace ya mucho tiempo que los desarrollos en el campo de la filosofía y en el campo de las ciencias han mantenido vinculaciones múltiples. Difícilmente podríamos desconocer la relación que mantienen los desarrollos de las matemáticas y de la física, con propuestas como las de Descartes o las de Kant. La influencia mutua entre el desarrollo científico y el empirismo anglosajón ha siempre explícito, desde Bacon a Hume, proyectándose en el conjunto de la filosofía analítica posterior.
Muchas veces, sin embargo, está relación no ha sido de influencia directa, sino de oposición. Lo hemos constatado en el desarrollo de la fenomenología y, de manera todavía más explícita, en el desenvolvimiento del pensamiento hermenéutico, en la medida que éste busca un conocimiento de los fenómenos humanos, concebido como diferente del que proporcionaban las ciencias naturales.
En la medida que el foco del desarrollo filosófico se ha ido orientando hacia el ser humano y sus condiciones particulares de existencia, se hace cada vez más evidente que estas reflexiones no pueden prescindir de los avances que se han registrado en las ciencias biológicas. Al hacerse explícito éste vínculo, la reflexión filosófica se enriquece a la vez que crea condiciones para impedir su extravío, o lo que Wittgenstein llamara el que la reflexión filosófica se “vaya de vacaciones”. Al afirmarse este vínculo la filosofía desarrolla una suerte de “cable a tierra”. En mi opinión, es muy importante que la reflexión filosófica se realice actualmente de la mano – y sin perder de vista – con lo que nos muestran las ciencias biológicas.
Los aportes que los avances en biología hacen a la reflexión filosófica son múltiples. Dentro de ellos, nos interesa destacar al menos cuatro áreas que consideramos de la mayor importancia. Éstas son: la biología evolutiva y los desarrollos registrados desde Darwin al presente; el papel que ésta última le confiere al lenguaje como factor constitutivo de lo humano; el postulado de la determinación biológica y, por último, las contribuciones más recientes en neurobiología. Examinémoslos cada uno de ellos en este mismo orden.
La teoría de evolución propuesta por Darwin representó un punto de inflexión en la manera como los seres humanos nos concebíamos. Al inicio de la Modernidad, ya Copérnico nos había demostrado que la Tierra y los seres humanos que habitamos en ella, no éramos el centro del universo, alrededor del cual giraba todo lo demás. El Tierra no era sino uno de los satélites que giraban alrededor del Sol. Más adelante Darwin nos demostró que los seres humanos no tenemos un status independiente, especial y de privilegio frente al resto de los seres vivos, sino que conformamos con ellos una cadena evolutiva. Los seres humanos, en rigor, somos el resultado del desarrollo de otras especies en un proceso evolutivo que se remonta al nacimiento de las primeras formas de vida en el Planeta. Dos lecciones de humildad que cuestionan el sitial en el que previamente los seres humanos nos habíamos instalado.
Darwin demuestra que no estamos en la Tierra en función de un diseño divino, de un proceso que sigue una dirección pre-determinada, conducido por la mano de Dios, sino en función del neutro operar de los mecanismos evolutivos. ¿Niega ello la existencia de Dios? No necesariamente. En rigor, nada dice sobre su existencia. Pero simplemente prescinde de Él para dar cuenta de nuestra existencia. Pero, así como modifica el status que antes nos auto-asignábamos, modifica también el papel que le atribuíamos a Dios. Una cosa pareciera ser cierta: el ser humano no es el producto de un acto divino acontecido el sexto día de la semana de la Creación. Es más, cuesta incluso pensar que hubo una tal semana.
La biología evolutiva integra dos grandes contribuciones, realizadas casi en simultaneidad. La primera, es la teoría de la evolución desarrollada por Charles Darwin (1809-1882) y dada a conocer en su libro El origen de las especies, de 1859, en el cuál éste expone su tesis de que la evolución de vida se desarrolla a través del mecanismo de la selección natural. La segunda es el descubrimiento de las leyes de la genética, por el monje agustiniano austríaco Gregor Mendel (1822-1884), dadas a conocer en 1866. Mendel resuelve el problema de cómo se transmiten hereditariamente los rasgos o caracteres individuales. Sólo siete años separan ambas contribuciones.
Es interesante destacar que la propuesta de Darwin confrontaba una concepción evolutiva anterior, desarrollada por el naturalista francés Jean Baptiste Lamarck (1744-1829), que afirmaba que, a través de la herencia, se preservaban los caracteres adquiridos por las generaciones anteriores, luego de un proceso de validación por tanteo, por ensayo y error. Esta concepción es conocida como el lamarckismo. De esta confrontación sale triunfante la teoría evolutiva de Darwin, dando lugar a la biología evolutiva posterior.
En esta última se reconocen tres niveles de análisis, estrechamente vinculados entre sí. El primero es el nivel del gen, agente básico de la transmisión hereditaria. El segundo nivel es el del individuo, constituido a partir de sus genes. En este nivel se determina cuáles serán los individuos cuyos genes lograrán ser transmitidos de una generación a otra, de acuerdo a la capacidad reproductiva que ellos exhiban. Es a nivel de los individuos en el que opera la ley de la selección natural. El tercer nivel es el de la especie, la que asegura su evolución de acuerdo a la selección natural que caracteriza a los individuos.
Es importante reconocer estos tres niveles diferentes, sus respectivos ámbitos de autonomía relativa y la manera cómo ellos se condicionan. Es debido precisamente a esta autonomía relativa entre estos tres niveles que, tal como nos argumentara el naturalista norteamericano Stephen Jay Gould (1941-2002), pueda producirse, por ejemplo, una contradicción entre la esfera del comportamiento de los individuos y la preservación de las condiciones de sobrevivencia de su especie. En otras palabras, nada impide que la lógica de comportamiento individual conduzca, en último término, a la extinción de su propia especie. Es lo que hoy constatamos, por lo demás, en relación a la especie humana. El comportamiento de los individuos puede estar comprometiendo el futuro de nuestra especie, al alterar las condiciones naturales que ésta requiere para sobrevivir.
El desarrollo de la biología evolutiva registra importantes avances durante el siglo XX, dando lugar a lo que hoy se conoce como neodarwinismo. Sin poner en cuestión el planteamiento básico de Darwin, el neodarwinismo introduce algunos elementos que originalmente no había sido adecuadamente reconocidos. Uno de ellos, por ejemplo, es el concepto de “equilibrio punteado” (o interrumpido). A través de esta distinción se reconoce que el trayecto evolutivo no es lineal, que éste no se realiza con una velocidad relativamente equivalente, sino que reconoce largos momentos de estabilidad y equilibrio, interrumpidos por otros, más breves, en lo que se realizan múltiples mutaciones, en los que emergen y se extinguen algunas especies, y en los que el proceso evolutivo en su conjunto se acelera.
En las últimas décadas se ha producido un interesante debate al interior de la biología evolutiva. Nos parece pertinente referirnos a él. A un lado, se encuentra Richard Dawkins, biólogo de Harvard, quién había irrumpido en escena a través de la publicación de su libro El gen egoísta, publicado en 1976. Al otro lado, se encuentra Edward O. Willson, destacado entomólogo, especializado en el estudio de las hormigas, y promotor de la propuesta de la sociobiología.
Dawkins, fiel a la tradición evolutiva clásica, afirma que la selección natural opera, tal como lo hemos descrito, a nivel del individuo y se rige por una lógica de selección de parentesco, a través de la cual los individuos de una especie se protegen entre sí en función del porcentaje de genes que entre ellos comparten. Mientras más genes dos individuos compartan, mayores serán las relaciones de colaboración y de apoyo mutuo; en la medida que esta proporción disminuye, tenderán a generare mayores relaciones de competencia.
Wilson[1], por el contrario, sostiene que eso es válido para la gran mayoría de las especies, pero que ello se altera para un número reducido de especies que alcanzan modalidades de vida que él define como de “eusocialidad” o de “verdadera” socialidad. De los cientos de miles de especies que se estima que han existido durante los últimos cuatrocientos millones de años, Wilson sostiene que sólo veinte de ellas han alcanzado esta condición. Algunas, las hormigas y las termitas, entre los insectos, otras entre los crustáceos marinos, otras más entre algunas especies roedoras subterráneas en África y, finalmente, en los seres humanos. En total, son veinte las especies que habrían alcanzado la “eusocialidad”.
Se trata, por lo tanto, de un caso reducido al interior del curso de la evolución. Lo interesante es que una vez que estas especies alcanzan un comportamiento social avanzado, logran una excepcional capacidad de adaptación. Considérese, por ejemplo, que aunque las hormigas y las termitas representan tan sólo un 2% de las especies de insectos, ellas constituyen el 50% de la población total de todos los insectos.
Luego de múltiples pasos del desarrollo de estado crecientes de comportamiento social, la “eusocialidad” se alcanza una vez que, al interior de la colonia, los padres y sus crías se mantienen en sus nidos y cooperan en la crianza de nuevas generaciones de jóvenes, mientras otros miembros de la especie proveen lo que el conjunto de los miembros de la colonia requiere para sobrevivir. Ello produce una división de tareas en los miembros de la especie entre los proveedores que salen fuera de la colonia y están más orientados al riesgo y aquellos otros que eluden el riesgo y se dedican a la crianza. Esta es la base a partir de la cual se desarrollan luego formas más complejas de división del trabajo, de jerarquía y coordinación social.
La “eusocialidad” permite la conformación de grupos sociales distintos al interior de una misma especie. Según Wilson – y quienes concuerdan con esta propuesta – ello modifica el carácter de la selección natural. Para estas especies, la selección natural no sólo tiene lugar a nivel de los individuos, sino también a nivel de los grupos que, bajo estas condiciones, se constituyen. Se trata, en el decir de Wilson, de una selección multinivel, en la que intervienen tanto los comportamientos individuales, como los comportamientos grupales, como agentes del proceso evolutivo.
Ello implica que para las especies que alcanzan la “eusocialidad”, se crean cuatro niveles de significación evolutiva: el nivel propiamente genético, el del comportamiento individual, el del comportamiento grupal y el nivel de la especie. El mecanismo de la selección natural tiene lugar en la combinación del segundo y el tercer nivel. En ambos, se desarrollan condiciones diferentes de colaboración y de competencia.
En las diecinueve especies “eusociales” no humanas, el comportamiento social se realiza por instinto y a través de feromonas que activan el olfato y el gusto. En los seres humanos esto último se altera debido a una combinación de factores que incluyen:
1) un ciclo de vida que tiene lugar por entero en la tierra;
2) el desarrollo de las nalgas femeninas que permiten la expansión de la matriz pélvica y posibilitan la postura erecta;
3) habilitado por lo anterior, el tránsito de un cerebro inicial de 600 cm3 hasta alcanzar los 1400 cm3;
4) el desarrollo de dedos con la flexibilidad para manipular objetos, y
5) la capacidad de orientarse por la vista y el sonido, más que a través del olfato y el gusto.
Pero el factor sin duda más importante en la emergencia del homo sapiens fue la aparición del lenguaje, facilitado por los factores anteriores, especialmente la expansión del cerebro y el desarrollo del sentido del sonido, tanto como para emitirlos como para oírlos y diferenciarlos.
El ser humano es un producto del lenguaje. Éste es el fundamento de sus “eusocialidad”. Sobre este punto, el desarrollo de la biología evolutiva alcanza fundamentalmente un consenso. Éste es un planteamiento que hace del lenguaje el factor determinante en el desarrollo de modalidades muy diferentes de existencia, lo vemos reiterado una y otra vez por los más diversos biólogos evolutivos. Lo vemos, por ejemplo, en Ernst Mayr (1904-2005), el biólogo teórico más destacado de la segunda mitad del siglo XX. Lo vemos presente en las propuestas de Mark Pagel, importante biólogo evolutivo contemporáneo, por mencionar sólo algunos
La importancia adaptativa que el lenguaje le confiere a los seres humanos es decisiva. Éste no es sólo el sustento de sus formas de socialidad, el lenguaje le confiere a nuestra especie una capacidad particular de conciencia y de reflexión, sino que le permite a los seres humanos el desarrollo de la memoria y la capacidad no sólo de traer el pasado al presente, sino de anticipar y de diseñar futuros. Pero, sobre todo, el lenguaje nos convierte en seres conversacionales, capaces de compartir impresiones, opiniones, pensamientos, emociones; de elaborar cuentos e interpretaciones; de relacionarnos conversacionalmente con los demás y de coordinar acciones con ellos. El lenguaje nos permite hacer juicios y nos convierte en seres éticos. El lenguaje es el gran rasgo diferenciador de los seres humanos en relación con las demás especies animales. El lenguaje, frente a nuestras múltiples otras debilidades biológicas, ha sido la gran fortaleza de la especie humana.
El lenguaje no sólo representa una ventaja adaptativa para los miembros individuales de la especie humana. Éste se hace presente de una manera no menos importante a nivel grupal, de las comunidades sociales, al permitir la generación de una cultura entronizada en el lenguaje, con sus múltiples manifestaciones. La lógica de la evolución de la especie humana no se restringe a los mecanismos de selección natural descritos por Darwin, a través de los cuales las condiciones de vida de una especie tienden a prevalecer en el tiempo en la medida que el entorno no se vea significativamente alterado y no se produzcan mutaciones genéticas.
Para entender la historia de la especie humana, no podemos prescindir de examinar la evolución de la cultura. Y esta evolución no sigue la lógica de la selección natural postulada por Darwin, sino la lógica lamarkiana. La cultura es acumulativa, retiene rasgos desarrollados en el pasado, procede evaluando lo que funciona, de lo que no lo hace, etc., tal como nos lo planteaba originalmente Lamark.
La importancia de cultura ha sido destacada por Mark Pagel[2]. Ella representa un aspecto igualmente importante en los planteamientos de Edward Wilson, quién llega incluso a sostener:
“nuestra especie ha comenzado a cruzar lo que representa el más importante y hasta ahora menos examinado umbral en la era tecno-científica. Estamos por abandonar la selección natural, el proceso que nos ha creado, permitiéndonos dirigir nuestra propia evolución por una selección volitiva – el proceso de rediseñar nuestra biología y la naturaleza humana de acuerdo a lo que deseemos que ellas sean”[3]
De ser ésta una predicción acertada; en la medida que los seres humanos no comprometamos las condiciones ecológicas del planeta requeridas por nuestra sobrevivencia, el proceso evolutivo, como tal, registrará una mutación fundamental. La cultura procederá a sustituir, para nuestra especie, los mecanismos adaptativos previos y se convertirá en el motor principal en la configuración de nuestro futuro. Y a través de nuestro intermedio, ello quizás también defina el futuro evolutivo de muchas otras especies.
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Los avances registrados por las ciencias biológicas han ido progresivamente consolidando un postulado que resulta imprescindible para nuestra comprensión del fenómeno humano. Lo llamamos el postulado de la determinación biológica. Éste puede articularse en los siguientes términos: todo ser vivo, incluyendo al ser humano, sólo puede hacer lo que su biología le permite. Estamos limitados por nuestra estructura biológica y no nos es posible ir más allá de lo que ella nos habilita.
Es importante, sin embargo, examinar este postulado con cierto cuidado para evitar hacerle decir más o menos de lo que corresponde. No se trata de sostener que todo lo que nos sucede tiene obligadamente un correlato directo y, por lo tanto, remite sin intermediaciones a nuestra biología. Esto no así. Muchas de las cosas que, por ejemplo, nos suceden a los seres humanos, remiten directamente a nuestras relaciones con otros y a la cultura que, gracias a nuestras condiciones biológicas, hemos desarrollado con ellos. El lenguaje y los fenómenos mentales son casos concretos de esto. La fuente directa de ellos, por lo tanto, está en nuestras relaciones con los demás. Sin embargo, estas relaciones requieren para generarlos, de condiciones biológicas particulares que las posibiliten.
Dicho de otra forma, no se trata de un postulado que en muchas ocasiones pueda prescindir de nuestra inserción en sistemas sociales y del desarrollo de determinadas dinámicas de interacción al interior de tales sistemas. Nuestro condicionamiento está frecuentemente mediado por fenómenos emergentes que remiten tanto a nuestra propia dinámica de funcionamiento biológico, como a la dinámica de interacciones sociales de los sistemas de los que somos parte. Con todo, tales dinámicas requieren ser posibilitadas por nuestra biología. Se trata, por lo tanto, de una determinación que no es necesariamente directa, sino puede remitir a instancias ulteriores. Para poder establecer la cadena de cadena de intermediación causal entre un determinado fenómeno humano y su base biológica, tenemos muchas veces que desplegar una mirada sistémica.
Una vez afirmado el postulado, es posible invertirlo. Ello implica que para cualquier cosa que nos sucede o que nos es posible experimentar, debiéramos ser capaces de encontrar los correlatos biológicos que, en última instancia, sustentan esa experiencia. Nada que nos sucede acontece al margen de nuestra biología, aunque para llegar a ella sea preciso especificar algunas mediaciones significativas. Ésta es, como veremos, una de las premisas a partir de la cual opera la neurobiología. De allí que se desarrollen áreas al interior de la neurobiología que estudian las bases neuronales de los fenómenos artísticos, éticos o espirituales, etc., los que eran previamente concebidos como totalmente ajenos al dominio del cuerpo.
El postulado de la determinación biológica no es trivial. Éste nos permite disolver el dualismo en el que se vio obligado a recurrir el pensamiento tradicional. Éste último constaba que se daban fenómenos humanos que remitían de manera evidente al cuerpo. Sin embargo, reconocía también que había otros que eludían esta relación. Era el caso, por ejemplo, de los valores, de las ideas o de las creencias. Al no poder vincularlos al cuerpo, se deducía que los seres humanos estaban conformados no por una sustancia, el cuerpo, sino por dos: el cuerpo y el alma. Mientras algunos fenómenos remitían al cuerpo, otros remitían al alma.
Descartes es un caso en cuestión, pues postula, como muchos otros, ese dualismo tradicional. Seguro de que esas dos sustancias – cuerpo y alma – requerían conectarse para conformar el individuo, Descartes postulaba que tal conexión tenía lugar en la glándula pineal. Poco a poco, sin embargo, hemos descubierto que el postulado del alma como sustancia diferente del cuerpo era una solución inadecuada frente a un problema que no estábamos en condiciones de resolver, dado el nivel alcanzado entonces por nuestro conocimiento. Hoy podemos reconocerlo como la expresión de nuestra ignorancia.
La conciencia humana tiene escasa tolerancia al vacío. Si levanta un problema que no está en condiciones de resolver adecuadamente (lo que implica dar cuenta de los mecanismos de su gestación y poder intervenir exitosamente en él), suele ofrecer pseudo-explicaciones que buscan explicar lo que no puede. El rol de esta pseudo-explicación es más bien el de disipar la sensación de malestar que nos produce lo desconocido. Los seres humanos estamos llenos de estas pseudo-explicaciones. Aprender muchas veces implica no sólo adquirir nuevos conocimientos efectivos, sino también soltar las pseudo-explicaciones con las cuales disimulamos nuestra ignorancia. Disponer de una explicación no es siempre equivalente a conocer aquello que procuramos explicar.
Cabe advertir que, así como nosotros seguimos utilizando la noción de ser, despojándola de los atributos que le confería el programa metafísico, también hacemos uso de la noción de alma, que heredamos del pensamiento tradicional. Sin embargo, el sentido que le conferimos es muy diferente del tradicional, que la concebía como sustancia. Por alma nosotros entendemos la forma particular de ser que todo individuo necesariamente asume en el transcurso de su vida y que se despliega y transforma en el transcurrir del tiempo. El término sigue siendo el mismo, pero su uso y su sentido son completamente distintos.
Frente al camino seguido por Descartes, destaca aquel que sólo unas décadas más tarde, sigue Spinoza. Uno de los rasgos característicos de su filosofía es su propósito de evitar caer en el dualismo filosófico tradicional y su obsesión por mantenerse dentro de los límites estrictos de las realidades naturales. No debe extrañar que Spinoza sea un filósofo con quienes los neurobiólogos mantienen una gran afinidad. No en vano dos libros importantes del neurobiólogo Antonio Damasio se titulan El error de Descartes y En busca de Spinoza. Cabe advertir que muchos de los planteamientos originales de Spinoza, han sido validados por recientes investigaciones en neurobiología. Spinoza posee varios méritos. Uno de ellos es su sensibilidad para detectar nuestras pseudo-explicaciones, lo que lo conduce a insistir en la idea de que la ignorancia no es razón suficiente.
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La genética fue la rama más importante de la biología durante el siglo XX. Los desarrollos más sobresalientes se hicieron en ella. Entre ellos destaca, por ejemplo, la solución de la estructura molecular del ADN, que conforma el núcleo de la célula, que James Watson (1928- ) y Francis Crick (1916-2004) acometieron en 1953. Sin embargo, en el siglo XXI, la rama de la biología que deviene preeminente es la neurobiología, orientada a estudiar el sistema nervioso y, muy particularmente, el cerebro. Ello abre un continente inexplorado que permite determinar las bases biológicas de una cantidad inmensa de fenómenos humanos. Ello muchas veces hace imprescindible integrar las contribuciones que provienen de la biología en muchas de las reflexiones que era antes asignadas a la filosofía o a las ciencias humanas.
En este texto nos interesa examinar una noción que representa la base del desarrollo de la neurobiología. Nos referimos a la noción de plasticidad, que ésta importa del enfoque sistémico. El enfoque sistémico distingue distintos tipos de sistemas. Los hay, por ejemplo, abiertos o cerrados, de acuerdo a los intercambios que ellos mantienen con el entorno. Los seres humanos tenemos tres tipos de intercambio con nuestros entornos, los cuales resultan necesarios para asegurar nuestra sobrevivencia: materia, energía e información.
Los sistemas pueden ser también rígidos o flexibles, de acuerdo a la capacidad de un sistema de transformarse con los cambios que registra su entorno. Los sistemas rígidos, poseen una capacidad nula o muy limitada de transformación, lo que compromete el nivel de acoplamiento que ellos han alcanzado con éste. De ser flexibles, los sistemas oscilan entre dos modalidades de flexibilidad: la flexibilidad elástica y la flexibilidad plástica.
Cuando un sistema es elástico, le es posible cambiar conjuntamente con su entorno, asegurando la preservación de su acoplamiento con éste, siempre dentro de los límites definidos por su estructura biológica. Sin embargo, mantiene la tendencia a volver a su estado original, rasgo inherente de lo elástico. Cuando se trata, en cambio, de un sistema plástico, éste no sólo se modifica en conjunción con su entorno, sino que conserva en su estructura los cambios registrados y se mantiene abierto a nuevos cambios, pudiendo desarrollar procesos recurrentes y acumulativos de transformaciones. La plasticidad representa, por lo tanto, una ventaja adaptativa importante de un sistema vivo.
Pues bien, cuando la neurobiología pone su atención en el sistema nervioso de los seres humanos, constata que éste se caracteriza por una plasticidad que previamente no se había detectado en ningún otro sistema conocido. Ello se traduce en el hecho de que cada experiencia que registran los seres humanos, modifica los circuitos neuronales que conectan a una neurona con múltiples otras, las que, a su vez, están conectan con múltiples otras, y así sucesivamente.
Los circuitos modificados pueden ser varios; pueden ser más largos o más cortos, comprometiendo distintas áreas del sistema nervioso; pueden ser también más profundos o superficiales, afectando los grados de conservación que una determinada experiencia tenga, tanto en la memoria, como en los comportamientos posteriores de los individuos comprometidos. Difícilmente podemos encontrar al interior de la neurobiología un concepto de una importancia equivalente al de la plasticidad.
El destacado biólogo en el desarrollo de la neurobiología, Eric R. Kandel, profesor de la Universidad de Columbia, recibe el premio Nobel de Medicina en el año 2000, por sus estudios sobre la memoria y el aprendizaje en los seres vivos[4], en los que la noción de plasticidad deviene la piedra angular de sus investigaciones. El centro de sus estudios no son sólo las neuronas, sino particularmente las conexiones o circuitos que éstas mantienen entre sí.
El cerebro humano está integrado por alrededor de 86 mil millones de neuronas, conectadas entre sí a través de sus respectivos axones y dendritas. Cada neurona, en promedio, establece alrededor de 7.000 conexiones con otras neuronas. Ello nos permite hacernos una idea del grado de conectividad que registran las células del cerebro. Si todas estas conexiones fueran puestas en línea, una seguida de la otra, ellas conformarían una cadena de una longitud tal, que permitiría dar cuatro vueltas a la Tierra, a través Ecuador, y todavía nos sobraría un tramo adicional de la cadena.
A fines de la década de los 70, mientras concluía mi programa de doctorado, recuerdo que uno de los debates que tenía lugar en las ciencias vinculadas al desarrollo humano era aquel que en inglés se llamaba “nature vs nurture”, naturaleza versus crianza. La pregunta sobre la cual se debatía era cuál de estos dos factores tenía una mayor incidencia en el desarrollo ontogenético (individual) de los seres humanos: nuestra constitución biológica o las experiencias que desarrollábamos durante nuestras vidas. Hoy en día, gracias a los aportes de la neurobiología, ese debate desapareció.
Actualmente se reconoce que disponemos de un sistema nervioso plástico, el que, como rasgo constitutivo de nuestra naturaleza biológica, determina que la experiencia nos transforme permanentemente. Es la biología la que determina el impacto de nuestras experiencias en nuestro desarrollo. No había que optar entre nuestra naturaleza y nuestras experiencias en la comprensión de cómo nos desarrollamos, como si se tratara de alternativas mutuamente excluyentes. El problema original estaba mal planteado. Este es un buen ejemplo que nos ilustra, no sólo la noción de plasticidad neuronal, sino también el postulado de la determinación biológica, al que previamente nos referíamos.
La plasticidad neuronal representa el sustento biológico de nuestra capacidad de aprendizaje. Es debido a la plasticidad de nuestro sistema nervioso que disponemos de una capacidad prácticamente ilimitada de aprendizaje. Ello no impide reconocer, sin embargo, que esa capacidad es mayor durante la infancia que en nuestra edad adulta y que, por lo tanto, ella se va restringiendo con el transcurso de la vida. Con todo, por lo general, ella nunca se pierde mientras estemos vivos. Siempre podemos aprender cuestiones nuevas.
La noción de plasticidad neuronal nos permite extraer algunas consecuencias interesantes. La primera de ellas remite a nuestras prácticas de aprendizaje. En la actualidad, ellas no pueden prescindir del espacio que esta noción nos ilumina. Si deseamos producir aprendizajes profundos y duraderos, es muy importante, por ejemplo, preguntarse por las condiciones de las experiencias pedagógicas que permiten que ellas tengan una mayor incidencia en la alteración de nuestros circuitos neuronales, de manera que puedan generar tanto miradas (capacidad de interpretación), como comportamientos distintos.
No es éste el momento para responder en profundidad a esa pregunta. Pero una vez que la levantamos, descubrimos, por ejemplo, la importancia que poseen los factores emocionales al interior de las experiencias pedagógicas y la manera como ellos se articulan en su interior. Para un aprendizaje efectivo, como bien lo sabe un coach ontológico o un buen maestro, no basta con la racionalidad y ella es, sin duda, importante. Pero de mucho mayor incidencia resulta la conexión emocional que establecen los interlocutores y la riqueza de la dinámica emocional que tiene lugar entre ellos. Todo esto conlleva importantes consecuencias en el campo del diseño instruccional, desarrollado al interior de una tradición que se ha caracterizado por enfatizar aspectos como la secuencia lógica de contenidos. Aunque esto último es importante, es, sin embargo, insuficiente. La importancia de los factores emocionales en las prácticas de enseñanza-aprendizaje ha sido uno de los rasgos más sobresaliente de los últimos desarrollos en pedagogía. Ello, de por sí, pone en cuestión y relativiza el rol preponderante que el programa metafísico le asignaba a la razón.
La segunda consecuencia que podemos extraer de la noción de plasticidad neuronal apunta al corazón mismo de nuestra confrontación con el programa metafísico. Recordemos que unos de sus postulados básicos, apunta a que todos estamos constituidos por un ser inmutable. Pues bien, la plasticidad neuronal se traduce en capacidad de aprendizaje y ésta, a su vez, representa capacidad de transformación. Lo que la noción de plasticidad neuronal nos muestra es que los seres humanos estamos permanentemente cambiando, pues toda experiencia nos transforma. Dicho de otra forma, desde un punto de vista estrictamente biológico, el supuesto de la inmutabilidad del ser queda cuestionado.
Se podrá argumentar que en la medida que las experiencias no alteran nuestro ADN, todos preservaremos un fondo inmutable. Cuidado. No podemos confundir el nivel propio del genotipo, con aquel propio de fenotipo, en el cual se sitúa nuestro comportamiento. Es indudable que nuestro ADN se mantiene. Pero ese mismo ADN es lo que determina nuestra capacidad de transformación.
No nos transformamos contra el ADN. Lo hacemos gracias al ADN y por cuanto éste conduce al desarrollo de un ser vivo que se caracteriza por su plasticidad. Y las transformaciones de las que somos susceptibles, de acuerdo al carácter que ellas tengan – y a pesar de que, por regla general, es siempre mayor lo que conservamos que lo que transformamos – ellas son capaces de producir reconfiguraciones cualitativamente distintas en nuestras formas de ser, permitiéndonos ser muy diferentes de como antes éramos.
El dominio del ser que somos, no es el dominio del ADN. El dominio del ser guarda relación con modalidades diferentes de existencia, al interior de las formas de ser habilitadas para una especie, como la especie humana, con condiciones biológicas que les son propias y, por lo tanto, dentro de un ámbito siempre limitado tanto por la especie a la que pertenecemos, como por los ADN individuales. Y aunque hoy sabemos que podemos intervenir a nivel genético y hacer transformaciones en él, no estamos hablando de convertirnos en otros, ni de transformarnos en gatos.
Se trata de desplegar el inmenso potencial de transformación que todos disponemos, como individuos biológicamente determinados, en pos de una vida más plena, de modalidades armónicas y mutuamente satisfactorias de convivencia y de la preservación tanto de nuestra especie, como de la vida en el planeta.
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[1] Edward O. Wilson, The Meaning of Human Existence, Liveright Publishing Corp., Norton, N.Y., 2014.
[2] Mark Pagel, Wired for Culture: Origins of the Human Social Mind, Norton, N.Y., 2012.
[3] Edward O. Wilson, op.cit., p.14.
[4]Eric R. Kandel, In Search of Memory: The Emergence of a New Science of Mind, Norton, N.Y., 2007.