1 June 2017 / por Orliana
Rafael Echeverría
Newfield Consulting
Instituto de Ontología del Lenguaje
Presidente Honorario de la FICOP
2017
La propuesta de Nietzsche marca un punto de ruptura en la evolución del pensamiento occidental. En el dominio de la filosofía su impacto fue considerable, al punto que en la actualidad es difícil encontrar una propuesta filosófica relevante que no esté marcada por su influencia. Mientras algunos siguen los lineamientos sugeridos por Nietzsche, otros buscan demostrar que ellos están profundamente equivocados. Pero, de una u otra forma, a través de su contribución se produce un giro fundamental en la forma como hoy concebimos el fenómeno humano. No puede sino extrañar, por lo tanto, que esta influencia, como era de esperar, no se haya manifestado de una manera muy explícita en el terreno de la psicología. Nietzsche mismo, por lo demás, estuvo siempre consciente de que su filosofía incidía en el terreno psicológico.
Sin embargo, si miramos con mayor detenimiento, descubrimos que el pensamiento de Nietzsche sí tuvo una influencia considerable en una de las corrientes psicológicas más importantes del siglo XX. Sólo que esta influencia no fue explícitamente reconocida. Me refiero a Sigmund Freud (1856-1939) y al psicoanálisis. Quién esté familiarizado con las propuestas de Nietzsche y de Freud no puede sino reconocer que entre ambas existe una gran afinidad. El concepto freudiano del inconsciente, aunque se nutre también de otras influencias, está en línea directa de continuidad con la noción de sombra planteada por Nietzsche.
Sabemos que muchos de quienes conformaban el núcleo más cercano de colaboradores de Freud, conocían y admiraban la filosofía nietzscheana. Entre ellos destacaba, por ejemplo, Andrea Lou Salomé, quién había mantenido una estrecha relación con Nietzsche y había escrito un libro importante sobre su pensamiento. Hay constancia que Freud había comprado múltiples libros de Nietzsche. Sin embargo, cuando se le preguntaba sobre su relación con el filósofo, Freud negaba conocer su obra y al recordársele que tenía sus libros, afirmaba que no los había leído. Su posición reiterada era que la filosofía de Nietzsche no había ejercido influencia alguna en su pensamiento.
Hay un antecedente, sin embargo, que pareciera desmentir esta posición. De acuerdo a las actas de los debates que se producen en un encuentro con sus seguidores que tiene lugar en 1908, Freud señala: “El grado de introspección alcanzado por Nietzsche nunca ha sido logrado por nadie y es probable que nadie nunca vuelva a alcanzarlo”. Estas palabras son reveladoras. Es imposible pensar que alguien pueda emitir un juicio así, sin haber leído a Nietzsche. Pero, proviniendo de Freud, quién reiteraba que él mismo había sido su “paciente más importante”, lo que nos habla de su propia capacidad de introspección, tal pronunciamiento sobre Nietzsche resulta sorprendente.
Hoy en día la relación entre Freud y Nietzsche ha sido ampliamente investigada y las conclusiones a las que se llega desmienten la postura de Freud sobre la influencia de Nietzsche[1]. Freud simplemente ocultaba la influencia que en él había ejercido este gran filósofo. Cabe preguntarse entonces, ¿por qué este deliberado ocultamiento? A este respecto sólo cabe especular. Una de las respuestas más convincentes que disponemos es que Freud se resistía a que su propuesta fuera considerada filosófica. Desde muy temprano en su desarrollo, Freud se concibió a sí mismo como un científico. Sabemos que, en los inicios de su carrera, realiza importantes investigaciones en el terreno de la biología, como lo ha destacado, por ejemplo, el neurobiólogo Eric R. Kandel. Esta es, por lo tanto, una razón atendible y muy probable.
A pesar de esta influencia, existen, sin embargo, importantes diferencias entre la filosofía de Nietzsche y el psicoanálisis freudiano. Es importan advertir lo anterior, pues, aunque exista un vínculo entre la noción de sombra de Nietzsche y el concepto freudiano del inconsciente, existen también importantes diferencias entre ambas propuestas. Para apreciar la que considero una diferencia destacada, es necesario situarse en la relación crítica que Nietzsche había mantenido con Sócrates. Una de sus críticas era que Sócrates y de los metafísicos posteriores a él, desplegaban una concepción unilateral del alma humana, dado el papel que le otorgaban a la razón. Nietzsche, oponiéndose al programa metafísico, nos insiste en la necesidad de desplegar una mirada del alma humana que la reconozca múltiple y contradictoria. Éste es un punto importante de su propuesta.
Freud, por el contrario, si bien coincide con Nietzsche en cuestionar la importancia que la metafísica le confería a la razón – su concepto del inconsciente acomete precisamente ese cuestionamiento – produce, sin embargo, una concepción no menos unilateral, dado el papel que le confiere a la sexualidad. El factor central que da lugar al inconsciente es, para Freud, la sexualidad. Soy de la opinión que, sin negar la importancia de lo sexual, Nietzsche habría reaccionado contra esta nueva modalidad de concebir unilateralmente el alma humana. Desde su perspectiva, hay muchos otros factores que participan en el desarrollo de la sombra.
Si bien Freud oculta su vínculo con la filosofía de Nietzsche, este nexo será reestablecido por uno de sus más destacados discípulos, Carl Gustav Jung (1875-1961). Habiendo sido uno de sus discípulos más cercanos, Jung termina rompiendo con Freud e inaugurando lo que llamará psicología analítica, en oposición al psicoanálisis freudiano. Las razones de esta ruptura son múltiples. Pero entre ellas cabe mencionar los dos puntos que hemos indicado anteriormente: el afán cientificista de Freud y el papel dominante que este le confería a la sexualidad.
Jung siente que ellos enclaustran la reflexión analítica y que es preciso liberarla de tales trabas. Es partidario de abrir la reflexión sobre el alma humana al conjunto del material simbólico que está presente en la cultura, de la misma forma como es necesario abrir el espacio más restrictivo de la sexualidad a múltiples otras formas de canalización de la energía humana, con lo que Jung engloba en un concepto amplio de libido (del cual termina también prescindiendo).
No es extraño, por lo tanto, que Jung vea en Nietzsche un importante punto de apoyo para el desarrollo de su propio pensamiento, sin tener las reservas que habían estado presentes en Freud. Ello se traduce en que no tiene problemas en hacer explícito el vínculo de su concepción con la filosofía de Nietzsche. Las referencias a Nietzsche esta vez devienen frecuentes. Es más, Jung organiza un importante seminario para estudiar una de las obras más importantes de Nietzsche, Así habló Zaratustra. Por otro lado, se siente profundamente atraído por el concepto nietzscheano de sombra, al punto de convertirlo en uno los pilares de su propia concepción.
Antes de entrar en la propuesta de Jung es importante, sin embargo, hacer algunas advertencias. En la medida que Jung rompe con el propósito de Freud de mantenerse apegado a estándares de alto rigor científico, su propia práctica asume una gran libertad de indagación, que se vuelca y manifiesta en múltiples direcciones. Sin embargo, al hacerlo, no es menos cierto que en muchas ocasiones Jung pierde rigor. Ello ha permitido que algunas de sus incursiones hayan servido para sustentar propuestas esotéricas y ligadas a una sensibilidad New Age.
Personalmente he sido siempre muy crítico de esos planteamientos y sensibilidades y he procurado separar muy tajantemente mi propia propuesta de todo aquello. El rigor es uno de los valores que me son más apreciados[2]. Esta ha sido una lucha incansable que despliego al interior de lo que llamo el campo ontológico. De allí la importancia en reconocer explícitamente esta debilidad en los planteamientos de Jung y de muchos de sus seguidores. No todo lo que proviene de Jung, desde mi perspectiva, alcanza los estándares de rigor que defiendo.
Con todo, uno de los aprendizajes que me ha proporcionado la vida, consiste en aplicar lo que he llamado el principio de benevolencia. Éste consiste en no descartar todo cuanto proviene de un determinado pensador por el hecho de no compartir algunos aspectos de ese pensamiento. Esto es algo que me lo ha enseñado el propio Nietzsche. No por cuanto lo propugne, sino por cuanto nos expone a pronunciamientos que muchas veces nos resultan altamente disonantes y desmedidos. Sin embargo, más allá de ellos, he sabido escuchar y no descartar cuestiones que he valorado como fundamentales. Es importante, saber distinguir el trigo de la paja. Habiendo advertido lo anterior, podemos entrar advertidos en lo que considero que son algunas de las importantes contribuciones de Jung.
Ya sabemos que Nietzsche propone una suerte de topología del alma humana en la que distingue dos territorios: persona y sombra. La persona guarda relación con la imagen que nos creamos de nosotros mismos. El alma humana, a diferencia de los que nos señala el programa metafísico, es no sólo dinámica y se encuentra en un proceso de transformación permanente, es también múltiple, contradictoria y, por ende, caótica. Para conducir nuestra existencia, los seres humanos debemos superar el caos y establecer, en su interior, un principio de orden. No nos es posible vivir en el caos. Para superar el caos, el alma registra una escisión, dando lugar a estos dos espacios que Nietzsche llama persona y sombra.
Siempre he sospechado que, al trazar esta distinción, Nietzsche pudiera estar siguiendo tanto a Thomas Hobbes (1588-1679) como a Hegel (1770-1831), en lo que se refiere a las concepciones que ambos nos proponen para dar cuenta del espacio en el que se despliega la convivencia social.
Hobbes sostiene que, dejados los seres humanos a su libre arbitrio, se destruirían entre sí y generarían caos en la convivencia. El hombre es lobo para el hombre, nos dice Hobbes. Para hacer posible la vida en sociedad es necesario imponer un principio de orden. El Estado cumple esta función y, convirtiéndose en un personaje como la serpiente Leviatán del Apocalipsis, disciplina y mantiene a raya el comportamiento social de los seres humanos.
Algo similar nos propone Hegel en su Filosofía del derecho. El Estado se erige como el gran regulador en el libre juego de los intereses particulares de los individuos, tal como ellos se expresan en lo que Hegel define como la sociedad civil. Desde esta perspectiva, la noción de persona que nos propone Nietzsche permite ser concebida como la instancia que gobierna el alma y, al hacerlo, introduce orden en ella, a la vez que simultáneamente somete y reprime alguno de sus elementos.
Se haya inspirado o no en Hobbes y Hegel, el caso es que Nietzsche al abordar la temática del alma humana, la encara de una manera similar y propone una solución equivalente. La persona da cuenta, en el espacio del alma humana, lo que representaba el Estado en el dominio de la convivencia social, tanto en Hobbes como en Hegel. Esta solución, de hecho, no es nueva, pues la encontramos expresada en un oscuro fragmento del antiguo filósofo griego Anaximandro, que nos dice:
“donde hay generación para las cosas, hacia allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, se pagan mutuamente culpa y retribución por su injusticia, de acuerdo con la disposición del tiempo”
En mi interpretación, el fragmento afirma la necesidad de intervenir y de destruir el estado caótico original de las cosas. Al hacerlo, sin embargo, este acto de destrucción genera una tensión (deuda/culpa y retribución) por la injusticia cometida al intervenirse en él, la que se manifiesta inexorablemente en el transcurso del tiempo. No olvidemos que el arjé – el principio de todo lo existente – era para Anaximandro el apeiron, concebido como lo informe, lo indefinido, lo ilimitado, lo indeterminado. Se trata, de un término que nos remite a la noción de un caos originario.
Lo importante a rescatar es la idea de que la persona que somos no da cuenta de todo cuanto somos. La persona es sólo el principio de orden que nos hemos impuestos para sobrevivir. Pero al lado de la persona, existe toda una parte de nosotros mismos que queda oscurecida, que no vemos, pero que entra en tensión con la persona que hemos devenido, tensión que se manifiesta en el transcurso del tiempo.
Esta misma noción nietzscheana va a ser posteriormente tomada por el filósofo francés Jacques Derrida (1930-2004), autor de la propuesta del deconstruccionismo, quién sostiene que, en última instancia, todo orden se funda siempre en un principio de exclusión, de segregación y, en definitiva, de represión. Ello, según Derrida, es inherente a todo orden. Ello implica que todo orden excluye, de la misma manera que todo conocimiento oculta, en la medida que el conocimiento es un esfuerzo por generar un orden inteligible.
Uno de los llamados de Nietzsche es que aceptemos vernos más allá de la persona que somos y que reconozcamos que disponemos de un lado oscuro al que, por lo general, no accedemos de manera espontánea. Pero Nietzsche va más allá. Nos desafía a que cada uno nos hagamos responsables de la separación que durante nuestras vidas se ha establecido entre persona y sombra, pues esta separación se ha realizado sin que hayamos tenido consciencia de que la estábamos acometiendo.
Aceptar este desafío implica reconocer, tal como nos lo indica Nietzsche, que los seres humanos realmente no nos conocemos, que somos mucho más de lo que creemos ser, pues somos también esa sombra que todos llevamos y que se encuentra a nuestras espaldas. Su consigna: devengamos seres humanos del medio día, seres humanos capaces, no sólo de reconocer la existencia de nuestra sombra, sino de disminuir su tamaño. El mediodía es el momento del día en el que tenemos la sombra más corta. No podemos vivir sin sombra, pero, al menos, reconozcamos que la tenemos y hagámonos responsables del tamaño del espacio que le concedemos.
De allí también otra de sus importantes consignas: “deviene quién tu eres”. Ello implica aceptar de que podemos ser mucho más que la persona en la que nos hemos convertido. Nuestra sombra nos muestra uno de los posibles caminos de transformación que tenemos por delante. La distinción entre persona y sombra es una de las formas en las que se expresa en la filosofía de Nietzsche su premisa de que no somos uno y homogéneos, tal como lo sostenía el programa metafísico, sino, por el contrario, múltiples y contradictorios.
La noción de la sombra no es arbitraria. No se trata de la invención de un espacio del alma humana sin un sustento y utilizada como un mero recurso explicativo de la misma manera como la metafísica lo hacía con la esfera trascendente del más allá. La idea de la sombra se sustenta, para Nietzsche, en la experiencia concreta de la existencia humana. Esa sombra se nos manifiesta. La intuimos, la sentimos, reconocemos su agitación subterránea, sus amenazas, sus pulsaciones.
Una vez que se nos advierte que ella existe, nos es posible ahora reconocerla. En la medida que Nietzsche apunta a ella, intuimos de lo que se nos está hablando: de alguna manera, sabemos de su presencia. Ella se nos manifiesta de muy variadas formas: a través de deseos que nos vemos obligados a esconder y callar, a través del despliegue de algunos comportamientos aparentemente incoherentes que nos sobrecogen, etc. Sus manifestaciones son múltiples. Y, aunque no solemos mirarla a la cara y no podríamos decir con claridad cómo es, nos sabemos cómplices de su encubrimiento. La noción de la sombra nos resulta, por lo tanto, reveladora.
Hasta allí llega Nietzsche. Desde allí arranca Jung. Éste último asume lo planteado por Nietzsche y realiza importantes contribuciones en torno a este tema. Una de las más significativas es la de situar la distinción entre persona y sombra al interior del ciclo de vida de los seres humanos. Para aquellos seres humanos que llegan a la cima de su madurez, Jung plantea que es posible distinguir tres importantes etapas, en sus respectivos ciclos de vida. Ellas son: 1) el proceso de individuación, 2) las crisis existenciales, y 3) el proceso de encuentro con la sombra. Examinemos cada una de ellas.
1. Proceso de individuación
Según Jung, en el nacimiento – incluso durante el período de gestación – el ser humano es un ser que se asemeja al apeiron de Anaximandro: todavía no tiene forma, no se ha definido y se encuentra, a un nivel existencial, fundamentalmente indeterminado. Estamos todavía en el caos primigenio. A partir del nacimiento y de las interacciones que comienza a tener con su entorno, ese ser humano comienza a tomar forma, a devenir progresivamente en persona, en el tipo de individuo singular que será. Ese ser todavía informe inicia lo que Jung llama un proceso de individuación. Se trata del proceso de creación de una identidad propia.
Esto significa que progresivamente ese ser humano comienza a registrar en su interior una separación entre persona y sombra. Jung acude a una imagen para expresarlo. Se trata de la mandorla (del latín, almendra) que se expresa en dos círculos inicialmente superpuestos que comienzan poco a poco a separarse creando, en el centro, la imagen de una almendra, cada vez más angosta. Esos círculos nunca se separan del todo, estarán siempre unidos, pero el tamaño de ese espacio central puede variar significativamente, pudiendo ser mayor o menor.
Jung se preocupa por los mecanismos que producen y conducen este proceso de individuación. La forma como ellos intervienen será diferente para cada individuo. Pero ellos permiten ser reconocidos a un nivel general. Todos ellos pueden ser concebidos como diferentes mecanismos de aprendizaje. En su descripción, Jung se apoya en los desarrollos realizados tanto por Freud como por la hija de éste, Anna Freud.
Tenemos, en primer lugar, los mecanismos de adaptación. Ellos surgen de manera especial de las relaciones que los seres humanos mantienen con sus entornos. Ellos incluyen el aprendizaje de las habitualidades que promueven tales entornos, Vale decir, modalidades particulares de interpretar y de hacer las cosas. Cabe también mencionar los procesos de disciplinamiento social, que incluyen a los sistemas de gratificaciones y castigos, los que definen las expectativas que se desarrollan en el entorno sobre cada uno de nosotros, lo que percibimos que tal entorno trata como éxitos y fracasos, el papel que le cabe a los intercambios afectivos que nos orientan en un u otro sentido, nuestra participación en los sistemas de disciplinamiento propiamente tales (como la familia, la escuela, la iglesia, los pares, los medios de comunicación, etc.). El papel de los padres es particularmente importante entre estos mecanismos de adaptación y muy especialmente en los procesos de adoctrinamiento moral. En los mecanismos de adaptación prima nuestra capacidad de imitación.
En segundo lugar, están los mecanismos de defensa. Ellos se van configurando progresivamente a partir nuestras primeras experiencias traumáticas, en las que se incrementa nuestra vulnerabilidad y enfrentamos miedo. Importantes suelen ser en este terreno las dinámicas que consideramos invasivas, en las que sentimos que nuestros límites son vulnerados. Dentro de los límites a considerar están aquellas experiencias que nos generan desbordes emocionales que no sabemos manejar adecuadamente y que nos generan angustia, tristeza, rabia, etc. Hay ciertos dominios de nuestra vida que, en este terreno, suelen ser particularmente sensibles: aquellos nos confrontan con nuestra sexualidad, con experiencias de enfermedades y muerte, con experiencias de desamparo o de abandono, de abuso físico o psicológico. En todas ellas, desarrollamos mecanismos de defensa que forman parte integral de quienes devenimos.
Luego hay dos tipos de mecanismos de una incidencia posiblemente algo menor. Nos referimos, en primer lugar, a los mecanismos de sublimación que surgen cuando nuestras energías y deseos encuentran obstáculos para expresarse, obligándonos a encontrar caminos alternativos para descargarlos. Muchas veces, tales obstáculos nos permiten desviar nuestras energías libidinales, las que se manifiestan frecuentemente en procesos creativos.
Por último, están los mecanismos de diferenciación que emergen cuando percibimos que hay ciertas opciones de desarrollo potencial de nuestra identidad que ya han sido ocupadas, lo que nos conduce a la búsqueda de caminos e identidades alternativos. Esto es habitual en la relación que, por ejemplo, mantenemos con nuestros hermanos, particularmente con los mayores, y con los perfiles de identidad que ellos ocupan antes de nosotros aparecer en escena. En esta necesidad de diferenciación juegan un papel importante la percepción que tengamos de nuestras fortalezas y debilidades. Sin embargo, el camino que escogemos para diferenciarnos también incide en el desarrollo de ambas.
En el proceso de individuación tienen lugar varios subprocesos. El primero de ellos es el ya mencionado que se caracteriza por la separación entre persona y sombra. Pero, ligado al anterior, hay también un proceso de selección del tipo de persona que llegaremos a ser. La persona que devendremos no es cualquiera. Hay múltiples opciones de ser una persona, múltiples alternativas de construcción de identidad. Sobre este punto volveremos más adelante.
Por último, y en consonancia con los subprocesos anteriores, desarrollamos también un subproceso que determina el tipo de integración social que realizaremos con los demás, como individuo diferenciado. El proceso de individuación no se limita, por lo tanto, al ámbito estrictamente individual, sino que compromete también el carácter de nuestras relaciones sociales.
Hemos sostenido que los elementos del alma humana que el proceso de constitución de la persona excluye, tienen la capacidad de manifestarse, de hacerse presente, de asomarse, muchas veces subrepticia y fugazmente. Jung llama complejos a esas puertas de acceso a nuestra sombra. Estas modalidades de manifestación son múltiples. Aparecen como aspectos de nosotros que no nos gustan, que muchas veces nos producen vergüenza o culpa.
El dominio emocional es particularmente fructífero en ofrecernos posibilidades para penetrar en las dimensiones más profundas y escondidas del alma. Emociones como la admiración y la envidia, el amor y el odio, el agradecimiento y la rabia, el miedo y la confianza, son particularmente importantes como puertas de entrada a nuestro laberinto interior, en cuyo interior todos guardamos una suerte de minotauro.
El lenguaje nos proporciona otras puertas de entrada al interior del alma. Freud ya había destacado la importancia terapéutica de los actos fallidos. Pero hay mucho más. En nuestros juicios y narrativas hay siempre grietas, incoherencias, contradicciones, que nos permiten entrar a las dimensiones más oscuras y tenebrosas del alma.
La corporalidad también nos ofrece otras posibilidades. Esta ha sido un área desarrollada por Wilhem Reich (1897-1957), otro de los discípulos de Freud, y por su seguidor Alexander Lowen (1910-2008), a través de la bioenergética. Esta última es, por sobre todo, una técnica efectiva para conectarnos con nuestras rabias.
Siguiendo a Freud, Jung considerará que uno de los materiales más importantes para acceder a la sombra son los sueños por cuanto revelan aspectos de nosotros mismos cuando, al dormir, soltamos nuestra capacidad de control y dejamos de vigilar, filtrar y censurar las expresiones que provienen de nuestra sombra. Jung nos señala:
“El sueño es una pequeña puerta en las profundidades y más secretos rincones del alma … Es desde las profundidades en las que todo se une, que emergen los sueños, sean éstos infantiles, grotescos o inmorales … Los sueños son un fenómeno natural, que no son otra cosa que lo que aparentan. Ellos no engañan, no mienten, no distorsionan o esconden, sino que anuncian ingenuamente lo que son y lo que significan.”
El problema con los sueños es – a pesar de lo que nos dice Jung y tal como lo había reconocido previamente Freud – que ellos no manifiestan directamente lo que significan y, por lo tanto, requieren ser interpretados. En efecto, ellos no mienten. Se muestran desnudos. El problema consiste en interpretar lo que significan. En esto, es preciso decirlo, los psicólogos junguianos muestran importantes debilidades pues no desarrollan una manera rigurosa de interpretarlos. Se señala con ironía que, frente a un mismo sueño, diez terapeutas junguianos, probablemente van a generar quince interpretaciones diferentes. Desgraciadamente en ello hay algo de verdad.
2. Las crisis existenciales
La persona genera un alma en cautiverio. Nietzsche nos lo advierte. Nos dice, “toda persona es una cárcel y un rincón”. La persona que somos nos permite sentirnos protegidos, pero simultáneamente nos coarta. Con el desarrollo de la existencia, la contradicción entre persona y sombra suele hacerse cada vez más manifiesta. La relación de hegemonía que la persona ejercía sobre el conjunto del alma, se desgasta. Ello sucede tanto por el propio desarrollo del individuo, como por el cambio de las circunstancias de su entorno.
Éste comienza a sentir una suerte de “agotamiento” de la persona que ha llegado a ser. Siente las pulsiones que, desde su interior lo presionan, buscando expresarse por encima de las exclusiones que la persona le impone. En la medida que el individuo crece y se desarrolla, se siente menos vulnerable, con mayor capacidad para encarar determinados desafíos, que en su momento provocaron la necesidad de acudir a mecanismos de defensa, mecanismos que en el presente han dejado de ser necesarios. Las condiciones que en el pasado pueden haberlo conducido a tomar un determinado camino de individuación, suelen desaparecer y perder su vigencia.
Jung nos señala que en individuos que logran desarrollar un ciclo de vida más completo, no interrumpido tempranamente, esta situación suele generar lo que llamamos “crisis de la edad adulta” o “crisis existenciales”. Lo que en ellas se manifiesta es el hecho de la persona que hemos devenido ha perdido la capacidad de conferirle sentido a nuestras vidas. Vivimos, de alguna forma, diversos síntomas de agotamiento de la persona que hemos sido.
Con la crisis de la persona en la que el individuo se ha convertido, emerge una sensación de vacío, de sinsentido. La persona en la que nos encontramos viviendo comienza a sofocarnos. El alma, el conjunto del ser que somos, se reconoce en cautiverio, se percibe ahora esclavizada por su persona y desde la sombra sentimos la presión que ejercen de elementos que añoran con ser liberados. Descubrimos que nuestra sombra nos amenaza y que comienza a presionarnos cada vez con más fuerza. Es el proyecto de persona que hemos sido el que entra en crisis.
La depresión suele ser una de los síntomas de esta crisis. Aunque no toda depresión necesariamente remita a ello – pues muchas veces, por ejemplo, sus causas pueden ser biológicas – estas crisis existenciales pueden estar acompañadas por estados depresivos, en los que se manifiesta la dificultad que sentimos de generarnos sentido de vida. Al no encontrar posibilidades de ser adecuadamente expresadas, las energías bloqueadas que provienen de la sombra, en vez de convertirse en posibilidades de expansión vital del ser que somos, devienen destructivas y sofocan nuestras ansias de vida.
No poner atención a estos estados depresivos y no encontrarles una salida puede ser peligroso y derivar en neurosis, en la medida que el desafío que enfrentamos nos asuste, lo veamos como peligroso y busquemos evitar sufrimientos futuros, los que, desgraciadamente, muchas veces suelen ser inevitables. El miedo es uno de los principales factores que bloquea la adecuada resolución de estas crisis. Y nos produce miedo cruzar el miedo. El miedo entonces se nos presenta como un río infranqueable.
Jung lo advierte,
“El miedo al destino es muy comprensible pues éste es incalculable, inconmensurable y lleno de peligros desconocidos. La hesitación perpetua del neurótico de arrojarse a la vida es fácilmente explicable por su deseo de mantenerse a un lado de manera de no comprometerse en la lucha peligrosa por la existencia. Pero quién rechace experimentar la vida, debe ahogar su deseo de vivir”.
Muchos son los eventos que suelen desencadenar de estas crisis. Entre ellos la partida de los hijos, la pérdida del trabajo, el desgaste en nuestras relaciones afectivas, las experiencias de divorcio, la muerte de la pareja, etc. Pero, a la vez que ellos pueden ser eventos desencadenantes, también pueden ser oportunidades para la resolución de estas mismas crisis. Muchas otras vemos, no se requiere de un evento particular para el desarrollo de estas crisis existenciales.
Reiterémoslo: cuando ello sucede, estamos ante una crisis de hegemonía de la persona que hemos devenido y que ejerce el gobierno del alma. La sombra ha comenzado a rebelarse, a sublevarse y a resistir el dominio que hasta ahora ha ejercido sobre ella la persona. El alma enfrenta una suerte de guerra civil. La forma como ella se resuelva va a ser determinante para el futuro.
La esfera de la política nos entrega un símil que puede sernos útil. La relación entre la persona y la sombra permite ser vista como distintas modalidades de regímenes políticos. Unos tienen verdaderas dictaduras; otros, monarquías más o menos absolutas; otros tienen democracias censitarias, representativas o, incluso, más participativas. Pero independientemente del régimen existente, tal como sucede a nivel de la sociedad, siempre se trata de regímenes de dominación, más o menos estrictos. Siembre hay sombra. La exclusión y la desigualdad son inherentes al axioma del orden. La utopía comunista de una completa igualdad, desde esta perspectiva, es simplemente irrealizable.
Las crisis existenciales son momentos en el desarrollo del alma en los que el tipo de régimen imperante se ha puesto en cuestión. Lo que está en juego son los límites que separan a la persona de la sombra. La distinción entre estos dos espacios va a existir siempre. Toda existencia requiere de orden, si deseamos evitar la locura. Estas crisis, sin embargo, nos convocan a revisar los límites previamente existentes, a una modificación del régimen político que prevalecía previamente.
Tanto Nietzsche como Jung nos señalan que el camino que mejor sirve a la existencia es aquel que acepta ampliar los límites de la persona que hemos sido y permitir que elementos que habían sido escondidos en la sombra puedan ahora expresarse y salir a la luz. Ello implica iniciar un diálogo con nuestra sombra y negociar con ella las condiciones para un nuevo régimen. Implica reconocer que la sombra como tal existe y escuchar las voces que, desde ella, se levantan. Implica modificar lo que era considerado legítimo y avanzar hacia modalidades nuevas y más amplias de hegemonía, que permita que voces excluidas puedan ahora expresarse y participar en la conducción del alma.
Nietzsche es claro a este respecto. Nos dice,
“Quien se niega a explorar en sus propios monstruos, corre el riesgo de convertirse en uno”.
Esta misma idea, la encontramos planteada también por el movimiento gnóstico que se desarrolla en los primeros siglos de la cristiandad. A partir del momento, en el siglo IV, en que el cristianismo se convierte en la religión oficial del Imperio Romano y asume su misma estructura centralizada de organización, los gnósticos serán eliminados.
Más allá de una imaginería muchas veces exuberante y, desde nuestra sensibilidad actual, algo absurda, los gnósticos interpretaban el mensaje de Jesús, como un llamado a una conversión que no se dirige al arrepentimiento, como lo pretende el cristianismo oficial posterior, sino a la transformación de uno mismo. Dicha transformación, sin embargo, no se completa y cierra en la experiencia de la conversión, ésta es tan sólo su punto de partida. El filósofo heideggeriano, Hans Jonas (1903-1993), precursor en el estudio de los gnósticos, nos advierte la gran afinidad que sus doctrinas mantienen con la filosofía existencial moderna.
Pues bien, en un texto gnóstico descubierto en 1945 (en fecha muy posterior a las investigaciones de Hans Jonas), dentro del conjunto de los manuscritos hallados en Nag Hammadi, muchos de los cuales se estima que son más antiguos que los Evangelios canónicos que conocemos, se encuentra el Evangelio de Tomás, en el que se cita a Jesús, señalando,
“Si logras extraer lo que se encuentra dentro de ti, lo que extraigas te salvará. Si no logras extraer lo que está en tu interior, lo que no extraigas te destruirá”.
Entre los escritos gnósticos de Nag Hammadi se encuentra otro manuscrito que lleva el nombre de Las enseñanzas de Silvanus. Éste último había sido compañero y seguidor de San Pablo. Allí se indica,
“Ilumina tu mente … Enciende la lámpara interior. Golpea en ti como en una puerta y camina hacia ti como por un camino recto. Pues, si avanzas por ese camino, es imposible que te pierdas. Abre tu mismo esa puerta para que así puedas conocer lo que allí se encuentra”.
Me complace la expresión de “encender la lámpara interior”. En efecto, el espacio de la sombra es oscuro, es sombrío. Para los gnósticos, en nuestro interior encontraremos los fundamentos del bien y del mal. Allí tienen residencia Dios y el Demonio. Éste último es el Diablo con el que deberá pactar el Fausto, de Goethe. Para ellos, todos somos portadores de una chispa divina que el Creador dejara en la profundidad del alma de cada uno.
Es preciso hacer de esta chispa divina el fundamento de nuestra fe. Jesús – particularmente aquel que nos presenta el Evangelio de Tomás – es para los gnósticos tan sólo el camino, ese “camino recto” del que nos habla el texto. Al abrir esa puerta, nos sorprenderemos con lo que vamos a encontrar. Adquiriremos un conocimiento que ninguna otra experiencia puede proporcionarnos. A él nos invitan los gnósticos. Gnosis significa conocimiento.
La gnosis nos propone una experiencia religiosa muy diferente de aquella a la que hemos estado acostumbrados. A diferencia del cristianismo que devino históricamente preponderante, los gnósticos no externalizaban completamente la esfera de lo sagrado. Lo sagrado no habita sólo en un mundo que está más allá de nosotros (un mundo metafísico), sino que sostenían que la esfera de lo sagrado remite también al mundo interior del ser humano.
Desde la perspectiva existencial en la que nos situamos, la estructura del alma humana se proyecta necesariamente en la manera como configuramos el ámbito de lo sagrado. Ello supone una suerte de isomorfismo – una equivalencia formal – entre nuestra estructura psíquica y el mundo divino que construimos e invocamos.
Este isomorfismo nos permite entender, por lo demás, por qué el mundo espiritual logra cobijarnos cómo lo hace; por qué nos provee de algo que muchas veces no hemos logrado encontrar en nuestra existencia concreta; por qué en determinados momentos éste nos convoca con tanta fuerza y ejerce sobre nosotros semejante atracción. Esos momentos[3] – los momentos de conversión, de iluminación espiritual – pueden ser cruciales para entender mejor como somos. Ellos no sólo hablan de lo divino, sino también de nosotros mismos. A la vez que son momentos de iluminación espiritual, pueden ser también considerados como puertas hacia nuestra sombra y podemos buscar en ellos la situación de base que está siendo sublimada.
Este isomorfismo, que es válido para todas las religiones, es muy visible y transparente en la mitología griega. No en vano los analistas junguianos se apoyan fuertemente en ella. El politeísmo expresa de mejor manera la dimensión múltiple y contradictoria del alma humana y, en tal sentido, nos acerca más a nuestra sombra. En el monoteísmo, por el contrario, suele ser la unidad de la persona la que se proyecta y predomina.
Desde esta perspectiva, los gnósticos representan un intento de conexión con la sombra al interior del cristianismo. Una vez que éste, a partir de Constantino, deviene la religión oficial del Estado y, por lo tanto, la religión oficial del orden, no así la expresión clandestina de los marginados que lo caracterizara previamente, se clausura entonces el espacio que ocupaban los gnósticos y éstos son reprimidos y eliminados.
Por desgracia el camino de resolución de la crisis existencial no está asegurado. Frente a la presión democratizadora que proviene de la sombra, a través de la cual se manifiestan voces acalladas que buscan hacerse oír, esta crisis puede también resolverse a través de la instauración de un régimen de gobierno todavía más autoritario del que antes prevalecía. No son descartables resoluciones del tipo de golpes de estado, las que, en vez de permitir la expresión de las voces excluidas, producen, en cambio, el endurecimiento de los mecanismos represivos antes existentes. Ello sucede cuando el miedo es más fuerte. El proceso de encuentro con la sombra se obstruye y es sustituido por la neurosis.
3. El proceso de encuentro con la sombra
Tanto Nietzsche como Jung nos plantean que la adecuada resolución de las crisis existenciales, requieren, como lo hemos dicho antes, reconocer la existencia de nuestra sombra, escuchar lo que ésta nos está planteando y negociar los límites que la separan de la persona que somos, permitiendo que esta última de cabida en su interior a dimensiones que previamente había excluido. A través de esta resolución se asegura la recuperación del sentido de vida amenazado y la capacidad de plenitud para la última etapa de la vida.
Así como en el proceso de individuación Jung acudía a la imagen de la mandorla, en el proceso de encuentro con la sombra acude a otra imagen: la de la mandala luminosa, que guía este segundo proceso. Esta última representa la actualización de un espíritu renovado de plenitud que el individuo se plantea para superar la experiencia de cautiverio de la que buscaba salir. Representa, de alguna forma, su tierra prometida. Ahora, luego de la travesía por el desierto de su crisis existencial, logra verla y siente que puede acceder a ella.
Habrá, sin embargo, que luchar para conquistarla, pero ella está allí, al alcance de la mano, tal como lo constata Moisés, al subir a la cumbre del monte Nebo, en el país de Moad. Jehová le permite a Moisés ver la Tierra Prometida desde la distancia, pero no le permite entrar en ella. Su pueblo debe ingresar en ella sin él. Quién liberara al pueblo de Israel de su cautiverio y condujera el éxodo, no puede ser, según Jehová, quién deba gobernarlo al interior de la Tierra Prometida. Su conquista y el asentamiento de ese pueblo en ella, requieren de un nuevo gobierno.
Este segundo proceso es difícil de especificar, más allá de lo ya señalado. Ello, por cuanto su trazado remite a las condiciones particulares de cada individuo, a los obstáculos concretos que cada uno siente que le impiden superar su singular esclavitud. Cada individuo debe diseñar por su cuenta el nuevo camino a seguir. En la medida que esta singularidad se respete, el proceso de encuentro con la sombra tiene el potencial de convertirse en un camino hacia una existencia más auténtica. En tal sentido, es muy difícil normarlo desde fuera. Dicho de otra forma, su especificidad consiste en aceptar la responsabilidad de tener que trazar un camino autónomo, un camino propio.
Uno de los rasgos de esta segunda dinámica es la recuperación de una voz interior, la que era previamente acallada. Esta voz gana progresivamente un volumen y una presencia mayores. El diálogo interior es algo característico, aunque no exclusivo, de esta fase. Tal como nos lo plantea Nietzsche, el individuo “deviene dos”.
Las tradiciones religiosas y mitológicas nos proveen con abundante simbología para ilustrar el carácter de este proceso. Más allá del Éxodo en la tradición judeo-cristiana, una figura que también emerge es la del dios griego Hermes. Éste era un dios de los caminos, de los cruces, de la superación de los límites, de las transgresiones, de la apertura de nuevas posibilidades, de las negociaciones, todo lo cual se encuentra presente en esta nueva fase. No olvidemos que Apolo le había regalado a Hermes un objeto que simbolizaba el carácter de este dios: el caduceo que está conformado por dos serpientes enrolladas en una varilla y que terminaban mirándose frente a frente. Pues de eso se trata: de que la persona y su sombra se enfrenten cara a cara y renegocien nuevos límites. Para referirse a este proceso, Jung acude al término enantiodromania, que representa la imagen en espejo de los opuestos.
Desde nuestra perspectiva, Hermes representa el dios que nos ayuda a enfrentar estas crisis existenciales y que nos guía en el camino que estamos por iniciar. En él se expresa el papel del coach ontológico. Pero, tal como lo hemos advertido previamente, hay otros personajes de la mitología griega que también aparecen en esta coyuntura existencial. Se trata de dos encarnaciones diferentes de la figura de la sombra. La primera de ellas, remite a la sombra en cautiverio y es representada por el Minotauro encerrado en su laberinto. El Minotauro, en nuestra interpretación, expresa a la sombra ilegitimada, segregada, excluida.
La segunda figura, es la del dios Dionisos, el dios de la desmesura, de la vida vivida en plenitud, de las infinitas máscaras[4]. En nuestra opinión Dionisos representa la sombra liberada, la sombra legitimada, la que aparece en momentos acotados y especiales de nuestra existencia, en los momentos del carnaval, en los momentos de intimidad, en aquellos en los que soltamos nuestras ataduras y permitimos la manifestación de nuestros deseos. Éste es un tema en el que podríamos extendernos largamente.
El lector se preguntará, ¿pero hay algún vínculo que una la mitología griega a estos dos personajes? ¿Qué conecta al Minotauro con Dionisos? Por supuesto que hay tal vínculo. Un vínculo que no es menor: Ariadna. Desgraciadamente no es éste el momento de responder cabalmente a esta pregunta y dar con el significado posible de la figura de Ariadna. Para ello, es preciso aclarar primero un extraño enigma: ¿por qué Teseo, luego de matar al Minotauro, gracias a la ayuda que Ariadna le prestara, ya en su viaje con ella de retorno a Atenas, opta por abandonarla mientras dormía en la playa en la isla de Naxos? No olvidemos que, al quedar Ariadna abandonada en la playa, Dionisos acude a recogerla y la transforma en su mujer por el resto de la vida. A quién se interese por aclarar este enigma le entregamos una pista: examine el relato de Julio Cortazar (1914-1984), Los Reyes, escrito en los años 40. Ahí se nos entrega una posible interpretación de lo que puede haber sucedido entre Teseo y Ariadna para que éste, habiéndose salvado gracias a ella, luego la abandonara.
Las crisis existenciales dan cuenta de un punto de inflexión en el ciclo de vida. De acuerdo a cómo el individuo la resuelva, podrá entrar en un tipo de existencia cualitativamente distinta de la que llevaba antes. El cambio más importante, sin embargo, guarda relación con cómo se concibe a sí mismo y cómo se responsabiliza de lo que le resta de existencia. Ello suele estar acompañado con cambios en sus relaciones, en el trabajo, en la decisión de donde vivir, en la forma como usa su tiempo libre, etc. Pero estos cambios responden a las exigencias que provienen de una voz interior, que, por mucho tiempo, mantuvimos en silencio.
Grandes obras de la literatura universal apuntan precisamente al proceso que acabamos de describir. La profundidad que logra el isomorfismo al que nos hemos referido previamente, entre nuestra estructura psíquica y una determinada obra literaria, es lo que determina la capacidad de ésta última de convertirse en una obra clásica, cuya capacidad de interpelarnos trasciende condiciones históricas muy distintas.
Lo anterior vemos, por ejemplo, en el Hamlet de Shakespeare, cuando éste se enfrenta súbitamente al dilema de ser o no ser. Este es exactamente el dilema con el que nos confrontan las crisis existenciales. Ser como hemos sido se nos presenta ahora como no ser. El ser que deseamos ser, hoy no lo somos y requiere ser conquistado en el futuro. Ello nos conduce, nuevamente, a esa consigna que Nietzsche toma de Plutarco: “deviene quién tu eres”. Tu ser va delante de ti y debes alcanzarlo en el devenir. El ser se convierte en una promesa cuyo cumplimiento se proyecta en el futuro. Ese ser deja ser el aquel nos fue dado, deja de remitir al pasado.
Lo vemos también en la figura del Quijote de Cervantes y en ese despertar que súbitamente lo impulsa a realizar sus sueños de caballería, bajo el desconcierto de Sancho, su sirviente. El relato pareciera estar contado desde la mirada de Sancho, quién observa cómo su amo se lanza a luchar contra los molinos de vientos y busca nuevas formas para agraciarse con su amada Dulcinea del Toboso. La diferencia entre el Quijote y Sancho no sólo se circunscribe a una relación amo-sirviente. Al entrar el Quijote en este nuevo camino, se produce una separación entre dos mundos distintos. Sancho y el Quijote dejan de vivir en aquel mundo que ambos previamente compartían.
Desde el mundo de Sancho, el del Quijote se presenta como una locura, como insanidad. Pero resultaría interesante preguntarse cómo se le presenta al Quijote aquel en el que sigue habitando Sancho. ¿Cuál de esos dos mundos es preferible? Ello depende del tipo de observador que los constituye y les confiere sentido[5]. Tal como lo hemos aprendido de Heidegger, a diferencia de la noción de realidad exterior, los mundos no tienen una existencia independiente de los seres que los constituyen. Ellos son portadores de nuestra impronta.
Por último, tomemos el Fausto de Goethe. Aquí no hay que ir muy lejos para reconocer el paralelo con lo que acabamos de exponer. Fausto enfrenta una profunda crisis existencial en la que debe reconocer que, a pesar de su exitosa trayectoria previa, su vida no hace sentido[6]. Ello lo impulsa a llamar al Diablo para que éste lo guíe por el camino de concretar sueños hasta ahora ahogados. Éste le advierte que deberá pagar con su alma en el momento de su muerte. El precio es sin duda alto, pero Fausto acepta. A partir de ese momento, su vida realiza un giro radical en la búsqueda de cumplir con sus anhelos y sueños. Lo interesante del relato es que, cuando llega el momento de la muerte y Fausto se apresta para que entregarle su alma al Diablo, éste lo libera de su promesa. El haber seguido el camino que inicialmente parecía prohibido, ha liberado a Fausto de las amenazas y temores que se le presentaban al momento de tomarlo[7].
Tal como lo hemos advertido, el proceso de individuación no se reduce a la dinámica de separación entre persona y sombra. Al hacerlo, el individuo, a través de los distintos tipos de mecanismos que se activan, toma un camino específico para constituirse en persona. Dicho de otra forma, no hay sola forma de ser persona. Los caminos parecieran ser infinitos. Una de las contribuciones de Jung es precisamente el haber cuestionado el supuesto de la infinitud de los caminos. Al hacerlo, vemos en él una innegable intuición sistémica.
Los caminos, según Jung, son finitos y lo son por cuanto los rasgos que en ellos se combinan requieren cumplir con requisitos mínimos de armonización. En otras palabras, estos rasgos no son completamente aleatorios. Dentro del conjunto de los rasgos posible, hay algunos que no van con otros. Ello implica, puesto en lenguaje sistémico, que las “formas” de ser persona permiten ser reducidas a un número acotado de posibilidades. Esto no es arbitrario, tales formas surgen dirigidas por el juego de tres mecanismos: de atracción, de oposición y de compensación. Debido a ellos, muchas combinaciones aleatorias de atributos quedan, por lo tanto, excluidas o minimizadas.
Jung se pregunta por aquellos rasgos que exhiben la capacidad de guiar el proceso de individuación a modalidades diferentes de ser persona. A partir de esto, desarrolla lo que será su teoría de tipos de personalidad. Por personalidad podemos entender, simplemente, una determinada forma de ser persona. La propuesta inicial de Jung será posteriormente complementada, en los años 50, por dos discípulas, Isabel Myers y su madre Katheryn Briggs, quienes elaboran el célebre Test Myers & Briggs.
Según Jung, como parte del proceso de individuación, los individuos tienden a seguir caminos diferentes en la configuración de sus respectivas identidades. Estos caminos resultan de tres encrucijadas (variables) que los hacen irse por lados diferentes. No estamos señalando que los caminos que adopten sean el resultado de procesos conscientes.
La primera encrucijada se produce entre dos actitudes; la extroversión (E) o la introversión (I). Ello define si estarán más volcados hacia fuera o hacia adentro, lo que determina diferentes flujos de energía.
Los extrovertidos necesitan a los demás como fuente de energía. El contacto social les da fuerza y buscan el esfuerzo con otros individuos. Se rigen por un criterio externo de validación personal. Se orientan en la vida de acuerdo a los objetos e individuos de su entorno. Les asusta o les molesta la soledad. Son sociables, expansivos, suelen desarrollar intereses múltiples y se interesan por los eventos del mundo.
Los introvertidos, en cambio, sienten que el contacto con los demás los descargan de energía y, por consiguiente, los cansan. Necesitan estar solos para recuperar fuerzas. Defienden sus espacios privados. Se siente incómodos en las multitudes. Sus comportamientos se orientan en función de sí mismos y de sus propios juicios. Son más profundos, intensos, focalizados e interesados en sus propias vivencias.
Las dos encrucijadas siguientes guardan relación con lo que define como cuatro funciones distintas. Se trata de modalidades de orientación en el mundo. Estas cuatro funciones se distribuyen en dos ejes o encrucijadas diferentes.
El primer eje distingue entre pensamiento (T) y sentimiento (F). En los que predomina el pensamiento, su actuar lo hacen depender de lo que piensan. Procuran ser más objetivos. Están más apegados a principios. Gustan de categorizar. Son más despersonalizados y se comportan de acuerdo a políticas. Están más apegados a estándares. Son firmes, críticos, analíticos. Gustan de conquistar de nuevos territorios. Les es importante sentir que avanzan. Poseen un sentido más impersonal de la justicia. Cuando se les pregunta por qué actúan como lo hacen, validan sus comportamientos refiriéndose a lo que piensan.
En los que predomina el sentimiento, son más subjetivos, más apegados a valores. Valoran más las relaciones sociales que los principios. Exhiben una mayor disposición a la intimidad. Suelen ser más persuasivos. Hablan más de sí mismos. Están en mayor contacto con sus emociones. Son más compasivos. Buscan la armonía. Se guían más de acuerdo los criterios de lo bueno y lo malo, de lo que les gusta y no les gusta. Son más agradecidos. Suelen generar simpatía. Son más leales en sus relaciones. Cuando se les pregunta por qué han actuado como lo han hecho, responden “porque siento que …”, “porque quiero que …”.
El segundo eje dentro de estas cuatro funciones, separa la intuición (N) de la percepción sensorial (S). Los que se inclinan hacia la intuición, siguen más sus corazonadas. Están más orientados hacia el futuro. Disfrutan del cambio. Son más especulativos. En su mirada al mundo, buscan posibilidades nuevas. Son más innovadores. Son más inspirados e inspiradores. Viven más en las nubes. Desarrollan fantasías. Disfrutan de la ficción. Son ingeniosos, inventivos, imaginativos. Suelen desplegar una mirada más globalizadora sobre las cosas. Son, por lo tanto, más sistémicos. Pero son también poco constantes y poco preocupados por los detalles. Cuando se les pregunta por qué actúan como lo hacen, suelen responder “porque creo que …”, “porque se me ocurre que …”.
Los que, en cambio, se inclinan por la percepción sensorial, suelen orientarse por lo que ven, por lo que tocan. Le confieren mucha importancia a la experiencia. Son más prácticos. Más orientados al pasado. Más apegados a las normas, a los procedimientos. Buscan ser realistas. Les importa saber lo que está pasando y valoran, por lo tanto, estar informados. Se suelen preguntar por la utilidad de lo que hacen. Son detallistas, rutinarios, más conservadores, temerosos a los riesgos, al cambio. Son también más apegados, más territoriales. Cuando se les pide que digan por qué actúan como lo hace, suelen responder “porque veo que …”, “porque sé que …”.
Es interesante reconocer que estas cuatro funciones, se asocian a la tipología milenaria de los cuatro elementos que fuera desarrollada de manera autónoma en culturas tan distintas y distantes como la japonesa, la china, la hindú y la griega. El camino del pensamiento se asocia al elemento del fuego; el del sentimiento, al elemento del agua; el de la intuición, al elemento del aire; y el camino de la percepción sensorial, al elemento de la tierra. Ello implica que cada una de estas funciones describe adecuadamente los atributos que pueden son asociados a estos cuatro elementos. A esta concepción de los cuatro elementos la llamamos, utilizando un término que introduciremos más adelante, la tipología los arquetipos cardinales.
Ésta es la propuesta que realiza Jung. Más adelante, sin embargo, dos de sus discípulas, las mencionadas Myers y Briggs, buscan construir un instrumento, un test, que permita determinar los tipos de personalidad que resultan de las categorías postuladas por Jung. Al hacerlo, constatan que de mantenerse sólo en esas seis categorías, el instrumento no logra discriminar adecuadamente las formas de ser personas que de ellas resultan. Ello las conduce a introducir una cuarta encrucijada, conformada por dos categorías adicionales. Esta cuarta encrucijada separa entre aquellos individuos orientados hacia resultados (J) de aquellos que están orientados hacia procesos (P).[8]
Los orientados hacia resultados necesitan cumplir con lo que se proponen. Se colocan fechas límites para hacerlo y suelen cumplirlas. Se suelen sentir presionados por tomar decisiones y, una vez que lo hacen, se sienten aliviados. Son más planificados, inflexibles, decididos y con un mayor sentido de urgencia.
Por el contrario, los que se orientan hacia procesos se suelen resistir a tomar decisiones y asumir compromisos concretos. No valoran particularmente los límites de tiempo. No les importa tanto si son ellos los que dirigen los procesos en los que participan. Prefieren dejar las cosas abiertas y sin cerrarlas definitivamente, lo que les permite volver sobre ellas. Son más flexibles, improvisados, abiertos y tentativos.
Con la introducción de esta nueva variable por Myers & Briggs, es posible ahora diseñar el test de tipos de personalidad que lleva el nombre de ambas, el cual permite una adecuada discriminación entre los individuos. De estas cuatro variables, resultan 16 tipos distintos de personalidad. Es muy interesante examinar cómo Myers & Briggs describen cada una de ellas y comparar tales descripciones con la manera como uno se concibe a sí mismo. Resulta sorprendente constatar cómo estas cuatro variables logran decir tanto de uno mismo. Pero, a la inversa, cuando uno lee aquellas descripciones que no le corresponden, sorprende de igual manera que, efectivamente, no somos nosotros.
El Test MBTI (Myers-Briggs Type Indicator) hace varios aportes importantes. En primer lugar, nos muestra que los caminos que se producen en el proceso de individuación no son ni aleatorios, ni infinitos. Ellos permiten ser agrupados en un número limitado de estructuras de coherencias, que operan como atractores y que se conforman, tal como lo señalamos, siguiendo mecanismos de atracción, oposición y compensación, los que eliminan, prácticamente, la presunción de que existe un continuo de infinitas posibilidades. Dicho de otra forma, la teoría de los tipos de personalidad introduce orden y favorece el conocimiento. Esto implica aceptar que pueda estar dejando fuera – y, en consecuencia, excluye – múltiples otras combinaciones de menor incidencia.
Esta teoría nos muestra, de manera muy concreta, que los demás no suelen ser como nosotros y revela las diferencias que mantenemos con ellos. Muchas veces operamos bajo el supuesto de que somos mucho más perecidos de lo que realmente somos. Es sano descubrir que, como personas, somos muy diferentes. Muchas de las dificultades que encontramos en la vida, surgen de no reconocer estas diferencias, de no aceptar que los caminos que son válidos para uno, no lo son para otros; que nuestras modalidades de conferir sentido, de enfrentar diversas situaciones, de resolver problema, de establecer relaciones, etc., son muy distintas. Mientras no entendamos esto, difícilmente lograremos establecer relaciones de convivencia armónicas y respetarnos[9]. La teoría de los tipos de personalidad nos confronta con nuestra diversidad.
Hay, sin embargo, otro aporte que creo importante destacar. Cuando uno da con el tipo de personalidad que le corresponde, uno sin duda avanza en su capacidad de comprenderse mejor y de entender por qué a uno le suele pasar lo que le pasa. Pero ello es esperable, pues de eso se trata. Sin embargo, no es menos revelador, una vez que uno ha determinado el tipo de personalidad que le corresponde (defino por las cuatro letras que resultan de las cuatro variables o encrucijadas), colocar ahora las letras contrarias y examinar el tipo de personalidad resultante. Ello nos conduce a la persona opuesta de la que somos. Por ejemplo, si alguien fuera INTJ, el opuesto es ESFP.
Algunos señalan que la personalidad opuesta resultante nos acerca al perfil de nuestra sombra. No descarto que pueda ayudarnos en esa dirección. Sin embargo, no es eso lo que nos muestra. Estamos frente a otro tipo de personalidad, frente a una modalidad distinta de generar orden en nuestra alma. Nuestra sombra es, por definición, caótica, desestructurada, como el apeiron de Anaximandro. Lo que aparece ante nosotros, lo que ahora vemos es algo diferente. Se trata de nuestro Doble. La noción del Doble fue inicialmente desarrollada por Otto Rank (1884-1939), otro de los discípulos de Freud.
Identificar a nuestro Doble suele ser importante. Hay en ellos el reconocimiento de oportunidades y de amenazas. Amenazas por cuanto nos advierte cuál es el tipo de persona con la que podríamos encontrar mayores dificultades para compatibilizar. Oportunidades, en la medida que nos permite identificar las mayores posibilidades de complementariedad. Ambas opciones son posibles. Que pueda darse una y no otra, depende de nosotros mismos.
Los terapeutas junguianos frecuentemente sostienen que los factores a los que apuntan los pacientes cuando se les pregunta por qué desean divorciarse, suelen ser los mismos que mencionan cuando luego se les pregunta qué fue aquello que en un principio los enamoró. Lo que los unió fue la complementariedad, lo que los separó fue la incompatibilidad. Los factores que intervinieron en ambos casos fueron los mismos.
Pero la noción del Doble nos conduce mucho más lejos, a una de las más antiguas tradiciones mitológicas de los egipcios, al mito de la creación de Elefantina (Aswan), que sostenía que la creación de los seres humanos era la obra del dios Khnum, quién al crear al ser humano, moldeando arcilla, produce no sólo una estatuilla, sino dos: el individuo y su doble. Como una forma de conocerse a uno mismo, es importante conocer también a nuestro Doble, vernos en el espejo de nuestro opuesto. Estamos nuevamente frente al caduceo de Hermes.
¿Es la propuesta de Jung y sus dos discípulas mencionadas la única manera de acercarnos al tipo de persona que somos? De ninguna manera. Ellos nos ofrecen tan sólo un particular camino interpretativo. Hay muchos otros caminos posibles[10], entre los cuales cabe mencionar, por ejemplo, la propuesta del Eneagrama, desarrollada a partir de la propuesta del místico armenio, George Gurdieff (1866-1949). El Eneagrama combina dos variables: la empatía y la sensación, A cada una de ellas, le concede tres valores posibles. Ello permite generar nueve tipos distintos de personalidad (3×3). Se trata simplemente una interpretación distinta.
La propuesta junguiana de los tipos de personalidad, como todas aquellas que se le asemejan, involucran algunos peligros de los que es importante estar advertidos. Uno de ellos apunta a la presunción de que, durante nuestra existencia, devenimos un tipo determinado de persona que no permite ser cambiado. Con ello caemos en una suerte de esencialismo metafísico que es sin duda equivocado.
Si bien aceptamos que todo ser humano asume una forma de persona que permite ser distinguida de otras formas de persona, nada impide que podemos transitar de un tipo de personalidad a otro. Nuestros rasgos de personalidad no son atributos inmutables que no podamos transformar. Ellos son el resultado de procesos que han modelado nuestra existencia, y la propia existencia nos brinda también la posibilidad de alterarlos. Es más, la propuesta de los tipos de personalidad nos muestra opciones diferentes de aquella que en nuestra vida hemos seguido que, una vez identificadas, pueden ahora convertirse en metas de aprendizaje y, por lo tanto, de transformación.
Un segundo peligro se levanta en una dirección equivalente, aunque distinta. Se trata de tomar los tipos de personalidad como una manera de “etiquetar” a los individuos y hacernos creer que, una vez que hemos identificado el tipo de personalidad al que pertenecen, ya sabemos como son. De proceder de esta manera, en los hechos lo que estaríamos haciendo es tomando la propuesta de los tipos de personalidad, cuyo objetivo es servirnos de herramienta de conocimiento, y convertirla en su opuesto, en un obstáculo al conocimiento de los individuos.
El poder de esta propuesta es el permitirnos movernos en la particular estructura de coeherencia que nos propone, para, desde allí, levantar conjeturas, afinar nuestra intuición y elaborar hipótesis que nos faciliten el conocimiento de los demás. Pero no podemos ir más allá del ámbito de las conjeturas. No debemos olvidar nunca que todo individuo es un ser siempre misterioso (incluso para sí mismo), con dimensiones y potencialidades que nunca seremos capaces de anticipar completamente. No es posible “cuadricular” la forma de ser de una determinada persona. Con estas salvedades, la propuesta de los tipos de personalidad puede convertirse en una herramienta valiosa.
Me he preocupado de que lleguemos preparados a esta sección. Para tal efecto, he seleccionado ejemplos e ilustraciones sobre los argumentos entregados, de manera que cuando llegamos al punto que en este instante estamos por abrir, lo que voy a señalar haga sentido.
Uno de los grandes aportes que Jung realiza dentro del movimiento analítico consiste en haber comprendido que la exploración del alma humana no se agota en la esfera estrictamente individual, sino que se proyecta de igual manera en la esfera simbólica de la cultura. Jung no sólo nos plantea esta intuición, también la desarrolla y sus múltiples discípulos la seguirán desarrollando más allá de los aportes del propio Jung.
Éste postula que la estructura y la dinámica del alma humana no sólo están presentes a nivel de cada individuo, sino que se manifiesta en el conjunto de las tradiciones culturales, incluyendo entre ellas las religiones, las más diversas tradiciones mitológicas, las distintas corrientes espirituales y, por supuesto, las obras que conforman la literatura universal. Su gravitación y su vigencia, en lo que se refiere a la capacidad de proveer sentido, es expresión, según Jung, de una afinidad fundamental entre el carácter del alma humana y tales expresiones culturales. Si esta afinidad no existiese, esa influencia en los seres humanos no podría alcanzarse.
Tras esta intuición original se manifiesta, de alguna forma, el antiguo principio del esoterismo místico que sostenía “Como abajo, así arriba. Como arriba, así abajo”. Es lo que previamente reconocíamos como isomorfismo. Ello implica postular una suerte de equivalencia estructural entre la esfera de la cultura y la esfera de las experiencias existenciales concretas de los seres humanos. Ello va a conducir a Jung en la exploración en las más amplias corrientes espirituales, buscando detectar en ellas estructuras equivalentes, en las que se proyecta la propia estructura del alma humana.
Esto lo hemos procurado mostrar en este mismo texto. No en vano hemos recurrido a las mitologías griega y egipcia, hemos aludido al relato del Éxodo del Antiguo Testamento, hemos apuntado a grandes obras de la literatura universal. Podemos, por lo tanto, complementar el principio esotérico mencionado arriba, con uno que diga, “Como adentro, así afuera. Como afuera, así adentro”. En el fondo, como nos lo planteara Heidegger, el mundo humano lleva siempre la impronta de la matriz genérica propia del fenómeno humano. Éste es el fundamento del isomorfismo.
Las estructuras externas de los materiales simbólicos de la cultura, de acuerdo a Jung, no son pasivas. Ellas inciden en la manera como los seres humanos confieren sentido y se comportan. Sin embargo, éstos últimos no suelen estar conscientes del carácter activo de tales influencias. Proviniendo del movimiento analítico iniciado por Freud, para dar cuenta de este fenómeno Jung acuña el término de “inconsciente colectivo”. En efecto, los individuos que operan al interior de este campo de influencia no suelen reconocer y, en tal sentido, no están conscientes de cómo éste los afecta. Por otro lado, éste no es un fenómeno que pertenezca a la esfera individual. De allí entonces que Jung lo califique como “inconsciente colectivo”.
Pienso que el término escogido por Jung fue inadecuado. Lo opuesto a lo individual no es sólo lo colectivo, término asociado con la noción de lo social. Frente a lo individual, hay un opuesto diferente que Jung parece no advertir. Me refiero a lo genérico, aquello de lo que participan todos los individuos particulares, como miembros de una misma especie o, si se quiere, de una misma clase, en el significado que la lógica le confiere al término. Podríamos llamarlo también lo ontológico. Mientras lo colectivo es social, lo genérico no lo es necesariamente. Como distinción, lo genérico pertenece a un orden diferente de la oposición entre lo individual y lo colectivo.
Por otro lado, el término inconsciente también me incomoda, pues cosifica, reifica, convierte en sustancia, una dimensión que se conjuga mejor, no como sustantivo, sino como adjetivo o adverbio. Hay experiencias conscientes y no conscientes. Pero el inconsciente, convertido en una suerte de órgano, asume un status epistemológico que considero problemático. Lo mismo es aplicable, por lo demás, al inconsciente freudiano.
El mismo Jung pareciera sentirse incómodo con el primer término escogido, pues muy pronto acuña otro que se le superpone y lo sustituye. Me refiero al término arquetipo. No descarto que ésta sea otra de las influencias que Nietzsche ejerce en su pensamiento, pues Nietzsche había insistido en el carácter precisamente arquetípico de la antigua filosofía griega y sostenía que ésta había incursionado prácticamente en todos los caminos posibles de indagación filosófica. Personalmente el término de arquetipo me agrada y me parece más riguroso.
Una de las grandes contribuciones de Jung y su escuela son precisamente estas investigaciones en las que se conectan y nutren dimensiones asociadas a la estructura más profunda del alma humano, como los más variados materiales simbólicos que nos provee la cultura. Ello produce un innegable enriquecimiento en ambos niveles. De allí resulta a una comprensión más profunda tanto de la psiquis humana, como de las expresiones culturales que ha sido examinadas.
Uno de los espacios en lo que esto se realiza será el llamado Círculo de Eranos, que se organiza en torno al destacado teólogo protestante Rudolf Otto (1969-1937), a Olga Fröbe-Kapteyn (1881-1962), quién presta su casa en Asconia, ciudad situada en las orillas del Lago Mayor, en Suiza, y al propio Jung. Allí se realizan encuentros a los que no sólo asisten un grupo estable de participantes, sino múltiples invitados, provenientes de distintas disciplinas y seleccionados de acuerdo al tema que será debatido en cada ocasión. Estos encuentros se realizarán anualmente desde 1933 a 1988. El objetivo inicial del grupo era explorar los vínculos entre las tradiciones culturales de Oriente y Occidente. [11]
Ligado a lo anterior, Jung realiza un desplazamiento adicional que me parece, en principio, interesante, al menos desde nuestra propia propuesta. Desde ella, hemos definido lo ontológico, en su significado moderno, como la interpretación que realizamos sobre el fenómeno humano en un sentido genérico. Ello implica ser capaces de reconocer aquellas dimensiones de nuestra existencia que todos los seres humanos, por ser tales, tenemos en común y, por lo tanto, en las que participamos. Sabemos que, habiendo entendido esta condición genérica, ahora podemos comprender mejor la forma como la realidad se nos presenta o, si se prefiere, cómo la organizamos, a partir de cómo somos, para conferirle sentido. Hasta allí, estamos claros.
Jung, sin embargo, da un paso más. Aceptando que como seres humanos compartimos dimensiones comunes, reconoce que también ocupamos determinadas posiciones en torno a ciertos ejes, posiciones que no podemos dejar de ocupar. Tomemos dos ejemplos. Los seres humanos estamos obligados a ocupar una determinada posición en el eje del género. No estamos refiriéndonos a la sexualidad. Salvo caso excepcionales, somos hombres o mujeres. De la misma forma, ocupamos obligadamente posiciones en el eje del ciclo de la vida. Somos niños, adolescentes, adultos o ancianos. No podemos evitarlo.
Por tratarse de posiciones obligadas, ello implica que, así como podemos preguntarnos por lo que nos caracteriza como seres humanos, es también posible proceder a lo que denomino la segmentación del espacio ontológico, y preguntarnos por aquello que caracteriza, genéricamente, cada una de esas posiciones. Se trata de desarrollar una suerte de “ontología” del ser mujer, o del ser hombre. De una suerte de “ontología” del ser un infante, un adolescente, un adulto o un anciano.
Esta segmentación del espacio ontológico en su nivel más genérico, es el que ahora puede abordarse a partir de la distinción de arquetipo. Podemos desarrollar así el arquetipo de ser mujer, o el arquetipo de ser un anciano, por dar algunos ejemplos. Éste es, sin duda, un camino atractivo y uno que no sólo Jung, sino sus discípulos y colaboradores han seguido, haciendo en ello interesantes contribuciones. Entre éstos cabe mencionar a Erik Erikson (1902-1994) y sus investigaciones sobre las diferentes etapas del ciclo de vida; a James Hillman (1922-2011) y su investigación, por ejemplo, sobre la ancianidad; a Edward F. Edinger (1922-1998), a James Hollis (1940). En fin, a muchos otros.
Es posible también cruzar estos conjuntos de arquetipos diferentes y. Podemos partir, por ejemplo, por los arquetipos de género y cruzarlos con los que hemos denominados arquetipos cardinales. Ello nos permitirá hablar de distintas modalidades de ser mujer o de ser hombre, pudiendo cada uno de ellos serlo en tierra, agua, aire y fuego. Podemos también cruzarlos con los arquetipos que pertenecen al ciclo de vida y, así sucesivamente, dando lugar a arquetipos de primer, de segundo o de tercer orden.
En esta línea de investigación surge, sin embargo, un problema del que es importante estar advertidos. La indagación ontológica se caracteriza por la posibilidad de dar con un núcleo básico que adquiere validez, independientemente del particular condicionamiento histórico. Ello es lo que le confiere el carácter de genérico. Cuando, sin embargo, se procede a la segmentación de ese espacio ontológico y se distinguen en su interior supuestos espacios genéricos, los que simultáneamente se presentan como particulares, no resulta claro que podamos prescindir del condicionamiento histórico. Si ello es así, esto implica que tal exploración, en rigor, deja de ser genérica.
En efecto, cuando se examinan los estudios que realizan los analistas jungianos en torno al arquetipo de la mujer, uno suele quedar con la impresión de que mucho de lo que se señala corresponde más bien al estereotipo cultural de varias décadas atrás. Con todo, estos mismos estudios y muchos otros sobre otros arquetipos, hay también múltiples elementos que sin duda siguen vigentes y que resultan muy iluminadores. No siempre estamos en condiciones de separar con claridad lo que un condicionamiento cultural de una determinada época, de lo que corresponde ser considerado como genuinamente genérico.
Con todo, a partir de lo planteado por Nietzsche, Jung hace un aporte que consideramos altamente relevante. Éste no sólo ofrece un desarrollo valioso a partir de la distinción de persona y sombra planteada originalmente por el primero – permitiendo una mirada profunda en el alma individual – sino que conecta también la interpretación genérica del ser humano que desarrolla la filosofía a partir de Nietzsche, con el mundo simbólico que forma parte de nuestra cultura y que se expresa, muy especialmente, en la religión y la espiritualidad, como también en la literatura universal.
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[1] Ver, por ejemplo, Ronald Lehrer, Nietzsche’s Presence in Freud’s Life and Thought, 1995, y Michel Onfray, Freud. El ocaso de un ídolo, 2010.
[2] Uno que considero indispensable para el desarrollo tanto de la propuesta ontológica, como de la práctica del coaching ontológico.
[3] Un momento del alma agitada que busca sosiego.
[4] Sobre Dionisos, ver Rafael Echeverría, Raíces de sentido: sobre egipcios, griegos, judíos y cristianos, capítulo III, sección C, JCSáez Editor, Santiago, 2007.
[5] Esta ha sido una temática abordada en la película Don Juan de Marco, en la que actúan Marlon Brandon y Johnny Depp.
[6] Se sostiene que el personaje de Fausto estaría inspirado en la figura del sabio gnóstico Simón el Mago, bautizado por San Juan Bautista y convertido al cristianismo por el apóstol Felipe. Simón es mencionado, entre otros textos, en los Hechos de los Apóstoles. Se sostiene que alcanzó una influencia considerable en Samaria, en la primera mitad del siglo I.
[7] Miro para atrás lo que llevo escrito y lo evalúo. Me parece que lo que Nietzsche y Jung nos proponen representa un aporte interesante para mejor comprendernos y diseñar una existencia más plena. Sin embargo, me asalta una duda, la que se volverá a presentar más adelante en el tratamiento que estoy haciendo de Jung. ¿Cómo afectan las condiciones históricas el planteamiento que nos hace? Este ciclo de vida, organizado en torno a estos tres procesos (individuación, crisis existencial y encuentro con la sombra), ¿es una propuesta válida bajo cualquier condición histórica? ¿Se dio en el pasado de la manera como Jung la describe? ¿Se da hoy en día de esa misma forma? ¿Se dará así en el futuro? No estoy seguro.
Pienso que esta propuesta es dependiente, en buena una medida, de la aceleración del cambio que exhiba nuestro entorno. En un entorno estable, es posible que el ciclo de vida aquí descrito haya sido un fenómeno algo más aislado. Pero, en la medida que esa tasa de aceleración se incrementaba, es muy posible su validez se haya expandido a un número cada vez mayor de individuos. De la misma manera, en la medida que tal marco de estabilidad desaparece y es sustituido por un marco de transformaciones permanentes y profundas, como sucede actualmente, es muy probable que el ciclo descrito se torne fractal y que los individuos deban enfrentar varias veces durante sus vidas el agotamiento de la persona que han construido o, como también lo hemos llamado, la obsolescencia de sus formas de ser. En tal caso, la propuesta de Jung puede resultarnos muy importante.
[8] Las letras utilizadas para identificarlas (J y P) provienen de una distinción diferente que había propuesto Jung en su momento, pero que luego fue descartada.
[9] Ello es también muy importante en la práctica del coaching ontológico. No todo lo que es válido para una persona de un determinado tipo, es válido para una persona de un tipo distinto. Pero, por sobre todo, es indispensable que el coach acepte que lo que a él o a ella le hace sentido, puede no hacerle sentido alguno al coachee.
[10] En esta misma línea, hay muchas otras propuestas que cumplen un rol equivalente. Entre ellas, considérese, por ejemplo, la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner, o el modelo de los cuadrantes cerebrales de Ned Herrmann, entre otras.
[11] Entre los participantes a las reuniones del Círculo de Eranos, podemos mencionar a Martin Buber, Walter Burkert, Joseph Campbell, Jean Danielou, Mircea Eliade, Pierre Hadot, James Hillman, Károly Kerémy, Walter F. Otto, Helmuth Plessner, Ira Progoff, Herbert Reid, Karl Reinhard, Gershom Scholem, Erwin Schrödinger y Paul Tillich.